Cuando tenía diez años viví casi once meses con mi abuela materna. Una mujer conservadora y de carácter tan fuerte como el mío con quien tenía una cantidad innumerable de enfrentamientos. Mis padres habían desaparecido del mapa por razones muy válidas que en ese momento yo no entendía.
Mi desamparo era enorme. Al volver de la escuela, vagaba por las habitaciones de nuestro departamento como un espíritu sin sosiego. Una tarde de esas encontré (¿por azar?) en el estudio de casa, un libro cuyo título llamó mi atención. Se trataba de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Era el relato de una niña que vivía con su abuela en medio del desierto. Por las noches, la anciana cubría de reproches a Eréndira, después de explotarla durante el día como prostituta.
Con una saña que a mí no sólo me parecía perdonable sino necesaria, la niña intentaba con todas sus fuerzas aniquilar a su abuela. Pero ni el veneno para ratas ni las armas punzantes lograban hacer mella en esa mujer invencible. La novela describía también la iniciación de una púber al erotismo y al amor. Fue un absoluto descubrimiento: no sólo me identifiqué con la tristeza de Eréndira sino que durante páginas y páginas encontré la descripción de algo que para mí era un deseo intenso e inconfesable.
Me sentí comprendida y, sobre todo, acompañada en esa época tan solitaria que es el tránsito a la adolescencia. ¿Me habría producido tanto impacto o alivio leerla en otro momento? Muy probablemente no. Hay libros que aparecen en nuestras vidas como por invocación. Esa novela parecía haber sido escrita para mí, como una carta secreta y esperado varios años en una repisa hasta que yo lo encontrara. Era un libro guardián en el sentido en que puede serlo un protector o un ángel. Los libros así consiguen que nos reconciliemos con nosotros mismos por malos, perdidos o deleznables que nos estemos sintiendo. Nos proporcionan un refugio, un asidero al cual es posible volver siempre que lo necesitamos. Parece sobrenatural pero en el fondo es lo más previsible del mundo: los seres humanos no somos tan distintos.
La literatura constituye un código muy sutil de resonancia entre seres humanos que logra abrir, aunque sea por un momento, las conciencias y las emociones más cerradas, justo porque nos hace vibrar desde lo más profundo de nuestra subjetividad con otro que las describe.
Esta no fue la única vez que me sentí rescatada por un libro. A lo largo de mi vida ha habido otros autores que han tenido en mí un efecto semejante. Sin embargo, aunque pase mucho tiempo, uno no olvida jamás a aquellos que consiguen acceder a las bóvedas más oscuras de nuestra intimidad e iluminarlas con sus palabras de amor, de rabia, de impotencia, de miedo, de esperanza y de contradicción, en pocas palabras, con sus palabras humanas.
Aunque nunca hubiera leído Cien años de soledad, El otoño del patriarca o Crónica de una muerte anunciada y extraído un inmenso placer al hacerlo, por aquella novelita que descubrí en el librero en el momento indicado, Gabriel García Márquez habría sido ya merecedor de todo mi agradecimiento.
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(GUADALUPE NETTEL / [email protected])