Hace varios años le preguntaron a Woody Allen acerca de las razones por las que jamás asistía a los premios Oscar. Simple, respondió (y citó de memoria), es absurdo asistir a la premiación de algo en lo que no se puede competir. ¿Cómo podemos decir que ésta o aquél son la mejor película o el mejor actor en un asunto tan enteramente subjetivo como el cine? Obviemos por un momento que la ceremonia de dichos premios exacerba varios de los aspectos más nefastos de los tiempos que corren (la atroz diferencia de clases, la desmedida vanidad, la hipocresía). Pasemos por alto la manera tan indigna en la que los organizadores disfrazan de contenidos burdos anuncios de marcas de teléfonos celular, refrescos o cadenas de pizzas. Soslayemos pues ese inmenso castillo de la decadencia que se erige año tras año para que desfilen por la alfombra roja los grandes iconos del entretenimiento norteamericano básicamente para promover modos-de-vida que no sólo existen a costa de millones de personas en todo el mundo sino que están dirigidos a otro inmenso número de seres humanos que ni en sus sueños más recónditos podrían vivir un minuto de las glamurosas vidas de sus ídolos. Los premios no sólo son un ejercicio aberrante en sí mismo (quieren medir lo que por definición es subjetivo), sino que los criterios con los que toman buena parte de sus decisiones son absurdos.
Un ejemplo paradigmático de lo anterior aconteció en la categoría de Mejor Documental donde estaban nominadas las siguientes películas: The Square, un documental sobre la plaza de Tahir en El Cairo; The Act of Killing, un estremecedor documental que registra un inmenso genocidio ocurrido en los sesenta en Indonesia con la venia y el apoyo de los Estados Unidos y las potencias occidentales en su demente persecución contra el comunismo; Cutie and the Boxer, la conmovedora historia de un extraño artista y su esposa, japoneses ambos, en los Estados Unidos; Dirty Wars, una investigación sobre los mecanismos y los motivos de las recientes guerras de los Estados Unidos en el extranjero y, la ganadora, 20 Feet from Stardome, un documental anodino que en el mejor de los casos alcanza un leve registro emotivo que cuenta la historia de mujeres coristas que tuvieron que vivir siempre a la sombra en el mundo del estrellato. No sólo ganó un documental bastante mediocre, sino que lo hizo a costa de tres grandes cintas que apuntan hacia la médula de la política norteamericana (particularmente en el extranjero). Una elección vil con motivos que lo parecen aún más. Una muestra fiel de la pobreza artística e intelectual y de la poca integridad que colman este inmenso circo tan dolorosamente representativo del mundo que habitamos.
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(DIEGO RABASA / @drabasa)