No recuerdo qué fue lo que le dije a mi mamá hace dos semanas en la barra de aquel viejísimo bar del barrio de Nob Hill. Tal vez fue algo sobre un largo amor que yo mantenía en suspenso, o quizá sobre un libro que empezaré a escribir mañana (o pasado mañana) acerca de un fantástico periodista de sociales que en 1880 perdió un ojo cuando él y su mejor amigo se hacían los chistosos jugando con dos sables de esgrima. Mi madre, siempre dulce y comprensiva, esta vez me soltó 12 palabras -de quién sabe qué pensador- que atravesaron mi tórax como 12 dagas de acero de Damasco: “Mañana es la mentira piadosa con que se engañan las voluntades moribundas”, me dijo viéndome a los ojos y se quedó callada.
Si me ajusto a un guión imaginario, la siguiente escena en aquel tugurio junto a la “Frisco Bay” podría haber sido: yo, agachándome junto a ella, apoyando la cabeza sobre la barra, llorando desconsolado abrazado a mi cerveza. Pero ahí intervino mi hermano Juan –con quien también vacacionaba-, por aquello de la suma de esos “mañana” que uno acumula en la vida y que un día pueden desvanecerse en un chasquido. Inició con “Te voy a contar algo que no he contado y que me pasó hace poco. Desde ese día me tomo un poco más en serio todos los deseos que voy postergando”.
Y prosiguió: “Hace como siete meses salí a la noche de la casa de una amiga que vive en Coyoacán. Había poco tráfico sobre Miguel Ángel de Quevedo y los autos iban algo rápido. Estaba parado esperando un pesero a la altura del Centro Cultural Veracruzano. De pronto, del otro lado del camellón -en dirección a Tasqueña- apareció una señora de unos 45 años. Se veía humilde, era una de esas amas de casa que van a todos lados con su mandil de mercado. Recuerdo que se detuvo a mitad de la calle y volteó a su izquierda como para calcular los coches que venían. Y así, sin más, dio tres o cuatro pasitos rápidos para cruzar la avenida y ganarles el paso.
Llegó hasta la mitad: un carro rojo, un Astra me parece, la embistió de lleno. La mujer salió volando. Apenas la impactó, el auto se detuvo. Se bajó un chavo joven de jeans; tendría unos 25 años. Me llamó la atención que no hubiera tenido la intención de escaparse. Habría podido. Los otros coches se fueron deteniendo detrás y mucha gente de inmediato se acercó. Él se quedó paralizado observando el cuerpo torcido de la mujer, que no se movía. Se arrodilló frente a ella, y empezó a sollozar con los brazos extendidos sobre el pavimento.
En un instante, una distracción, el destino, lo que sea, había destruido la vida de dos personas. Yo no tuve fuerza para hacer nada. Lo último que escuché antes de irme fue cómo, llorando desesperado, el chavo gritó: “¿Señora, por qué se pasó en verde?”.
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(Aníbal Santiago)