De la Asamblea Constituyente se ha dicho casi todo. Mucha tinta se ha escrito para hablar de posiciones progresistas y conservadoras; de políticos nuevos y de tradicionales que fueron electos; de actores que no han tocado su curul o de quienes faltan una y otra vez.
Hoy, a menos de un mes de que venza el plazo para terminarla, un constituyente arroja la toalla. El electo por el partido Morena, Fabrizio Mejía, decidió que la ciudad le importa demasiado y que, por eso, la abandona.
Los que se ostentan como poseedores de la verdadera y única izquierda salieron a aplaudir a Mejía; vitorearon su congruencia y ninguno se atrevió a cuestionarle que dejara un cargo para el que fue electo antes de cumplir su trabajo: llevar los puntos del partido que lo postuló y la gente que lo votó a la Constitución de la Ciudad.
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Fabrizio Mejía renunció porque a la gente no le importa la política. No entiendo la sorpresa, ¿qué esperaba? Nunca entendió el diseño de la Constituyente para la elección de representantes.
Peor todavía, asumió que el cuerpo legislativo sería como escribir un libro por sí mismo o como sumar adeptos a una marcha donde sólo van quienes con él coinciden sin importarle si en esa marcha hay uno que otro acarreado.
Supuso que la participación política de los ciudadanos fluye como retuits o nombres en sitios web que llaman a firmar por una causa; la realidad es muy distinta; hacer política desde los partidos o la sociedad civil requiere compromiso y un esfuerzo para vencer el primer impedimento que es la apatía de una sociedad desencantada con la democracia.
Sí, tiene razón en que el diseño de la Constituyente es muy cuestionable al contar con 40 designados y sólo 60 electos, pero lo sabía cuando se postuló y ahora se va decepcionado de unas reglas que aceptó al participar.
Es una pena que un ciudadano —que no se asume como político— corte lazos con su encargo con la gente y muestre, otra vez, que la democracia parece funcionar sólo cuando se gana y nunca cuando se pierde.