Hace algunos meses, en una cena social, un connotado periodista argentino-norteamericano residido en Miami me explicaba por qué Donald Trump nunca sería candidato.
Él lo sustentaba en cómo aún no empezaba seriamente la campaña, en que aún no era blanco de ataques y que entonces no había una estrategia integral republicana que le pusiera un alto.
Aseguraba que en el transcurso de septiembre Trump sería devuelto a su justa dimensión y que la batalla republicana sería entre Jeb Bush y Marco Rubio. Insistía en que Trump nunca sería candidato.
Aquí estamos, en mayo, con Bush fuera desde hace meses, con Rubio humillado y, en la última semana, con los restantes Ted Cruz y John Kasich lamiéndose las heridas –también fuera de la contienda–. Y con Donald Trump como candidato del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos.
Otro reconocido periodista me decía ayer que no importaba que ya fuera el elegido, que Hillary le iba a poner una madriza y que Trump nunca llegará a ser presidente.
Me dio un ligero escalofrío.
Las mismas palabras agoreras que denotan nuestra honda ingenuidad y nuestro escaso entendimiento de lo que la sobrecarga de expectativas en la democracia y la intolerancia han traído.
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Estoy convencido de que Donald Trump encarna algo que los estadounidenses promedio anhelan: ser los rudos, los patrones del mundo, y que su potencia económica sea inalcanzable.
Quieren que el ‘American Dream’ sea más parecido al Olimpo, sobre un mundo que aspira a ser como ellos. Para esas personas, Estados Unidos es demasiado parecido a muchos otros países y eso no les basta.
Se habla español, los güeros no son mayoría en población y menos en la toma de decisiones. Más aún, tienen que negociar con el mudo los asuntos y no sólo imponer su visión.
Los estadounidenses tienen miedo, se sienten acorralados y, como todos los que están contra la pared, toman decisiones excéntricas sin medir las consecuencias.
En nuestra ingenuidad hemos pensado que un hombre con una agenda tan absurda, con un pensamiento tan mágico y con una sofisticación tan inexistente no puede ser el presidente del país más poderoso del mundo.
Pues estamos equivocados. El solo hecho de que esté en la boleta hace de Donald Trump el más grande de nuestros problemas.
Porque el odio, el racismo y la reacción de una sociedad atemorizada e histérica como la de nuestros vecinos es muy peligrosa para nosotros y para el equilibrio regional.
La simbiosis entre México y Estados Unidos es inmensa, cultural, económica y socialmente. Suponer que una de las partes es de segunda categoría va a construir un desequilibrio difícil de resolver.
La única aspiración a que la locura no se imponga es Hillary Clinton. Que ella logre convencer que será mejor presidenta, que tiene las agallas requeridas y la experiencia para que esos aterrados ciudadanos voten con inteligencia y no con pánico.
Curiosamente en nuestra ingenuidad hoy dependemos de que los Estados Unidos den un salto evolutivo y sean capaces de elegir a una mujer. Y no a un truhán.