Desde la disculpa que el presidente Peña externó el lunes pasado, he escuchado varios tipos de respuestas.
Unos –los más antigobierno– refrendan que de nada sirve una disculpa, que el daño está hecho y que más vale una renuncia que una disculpa. Está de más decir que ese sector de la sociedad mexicana no estará nunca satisfecho con acción alguna del gobierno.
Le regatearon sus primeros pasos para despenalizar la mariguana, debate que la izquierda ha querido abanderar. Y más aún, le escamotean su propuesta de matrimonio igualitario, agenda naturalmente progresista y que de ser propuesta por López Obrador habrían aplaudido fastuosamente.
Otro grupo es el que ‘entiende’ de política. Ahí me crucé con opiniones diversas, pero con una constante: le incomoda –o desagrada directamente- que el Presidente pida perdón. Lo ve como rebajar a la institución presidencial, le parece reconocer un error que según algunos, “ya no estaba en la discusión pública” y asegura que este acto no dará los frutos deseados, los cuales estiman en regresar a altos niveles de aprobación presidencial.
El tercer sector que he escuchado es más común y corriente. Gente que no se asume sabihonda ni tampoco antisistema. Este grupo me mostró dos facetas interesantes: por un lado, una culpa sobre su postura frente al presidente: “No es que yo apoye a Peña”, “No estoy de acuerdo con él, pero…”.
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Todas las opiniones arrancaban con un descargo de apoyo –evidentemente no es muy políticamente correcto ser peñista en este momento– pero, acto seguido, me sorprendieron con muestras de apoyo: “Es lo más honesto que le he oído”, “Su mejor discurso hasta ahora”, “Qué bueno que se disculpó”.
Más allá de la percepción de los diferentes sectores y de si esta disculpa cambiará la percepción general del gobierno que encabeza Enrique Peña, hay un elemento más poderoso detrás de esta acción.
Todos hemos vivido algún capítulo complicado o denso en nuestras vidas. Todos hemos quedado atrapados en alguna dinámica indeseada y hemos visto cómo ese círculo vicioso nos arrastra a estar en condiciones indeseables para tomar decisiones, para movernos hacia el futuro.
El cerrar un episodio complejo es, en todo sentido, un paso deseable para todos. Y ese es el verdadero rédito que obtendrá el gobierno federal de este evento.
Sacará al Presidente y a su círculo cercano de la inmovilidad que les daba la sensación de estar sitiados por un juicio social y público; por cargar con una condena inescapable.
El verdadero poder de ese perdón no estará en si la sociedad mexicana lo otorga o no, sino en liberar al presidente y su dinámica de actuación del yugo autoimpuesto del tema de la casa blanca.
No tengo duda de que veremos un gobierno diferente ahora. Y un gobierno dinámico y tomando decisiones tiene mejores probabilidades de salir del mal juicio público que uno atrapado por la inmovilidad de un interminable mea culpa. Ese es el verdadero poder del perdón.