Al momento de escribir estas líneas ignoro los balances que las cámaras de comercio vayan a dar sobre el dichoso “Buen fin” que acabamos de padecer. Me imagino que, como suele suceder, dependerán de lo que los jerarcas comerciales pretendan conseguir con sus mensajes: si la tirada es que Hacienda y sus muchachos no les peguen un mordisco mayor con los impuestos, dirán que por sus tiendas no se pararon ni las cucarachas; en cambio, si la idea es hacerle el caldo gordo a las autoridades y proyectar “una imagen vigorosa de la recuperación” o cosa semejante, dirán que cada mexicano se quemó el equivalente a un mes de su salario en pantallotas y cables y que, gracias a ello, ahora somos más felices que nunca.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE ANTONIO ORTUÑO: PURITANOS
Como sea, creo que no soy el único que se queda con la impresión de que el “Buen fin” ha perdido gas. Quizá porque existen millones de personas en el país que carecen de “ahorritos” o tarjetas de crédito para echar mano y porque, aunque las cifras brutas de ventas que se divulgan puedan sonar inmensas, las operaciones se concentran en una rebanada poblacional comparativamente pequeña. O quizá porque ya calaron en la conciencia de los consumidores los continuos recordatorios de los expertos en finanzas sobre la tomadura de pelo que representa la megacampaña: mientras que en el “Black Friday” gringo las mercancías tienen un rango de descuentos de entre el 50 y el 70% , en su versión mexicana el “ahorro” no pasa del 12 % en promedio. En vez de rematar mercancías (y es por esas liquidaciones ya legendarias que las tiendas gringas se repletan de locos que se arrebatan las cosas y hasta se agarran a puñetazos), los comerciantes nacionales retacan a sus clientes de productos a precios esencialmente idénticos a los cotidianos, pero con esquemas de plazos sin intereses que, claro, se acumularán hasta hacerles miserables los próximos 6, 12 ó 24 meses de su vida (eso queda a su elección).
El descaro en la inutilidad del “Buen fin” me parece notable. Vaya: soy un consumista de tercera división (mi día ideal de compras consiste en no ir de compras), y eso quizá haga dudosa mi objetividad en el tema. Pero cada año, en cada nueva edición del “Buen fin”, me asombra cruzarme, alrededor de algunos comercios, con una notable cantidad de gente con bolsas y carritos desbordantes. Hace tiempo que dejé de pensar en si todo aquello que llevan les sirve de verdad para algo: no solo se compra por necesidad. Se hace, principalmente, por capricho o adicción. Una compra lleva a otra. El celular requiere una funda, unos audífonos. La pantalla plana, una estructura que la sujete a la pared, bocinas. Todo se interconecta con todo. Menos el salario, que es ridículo en la mayoría de los casos, con la cuenta. A ver quién la paga.