Existe una tradición ya sólida y reconocible de ensayos contra los poetas, que empieza quizás con la República de Platón, pasa por el genial librito de Witold Gombrowicz que publicó hace algunos años la editorial Tumbona (Contra los poetas; en realidad extractos de los diarios del escritor polaco) e incluye también una muy buena columna del chileno Alejandro Zambra (https://letras.s5.com/az080909.html), además de comentarios menos elocuentes y más predecibles en blogs de feroces narradores contemporáneos. Es comprensible: los poetas son una tribu que se presta al escarnio. Submundo literario en el que la juventud y la inocencia son valores mentados sin ironía, el de los poetas es un medio en el que el desacuerdo escala rápidamente hacia el rencor, el rencor hacia el desprecio, el desprecio hasta la rencilla, la rencilla hasta el altercado y el altercado llega, no pocas veces, a convertirse en un Conjunto de Diferencias Estéticas Irreconciliables —el fatality del mundo de los poetas. Una pelea entre poetas tiene más posibilidades de flirtear con la trascendencia y la inmortalidad que cualquier libro que esos mismos poetas pergeñen.
Ante la falta total de lectores de poesía, los poetas recurren a las más rebuscadas estrategias para generar una sensación de “comunidad” que de algún modo constituya un abrigo, un cálido refugio contra la inclemente indiferencia que el mundo profesa hacia sus buenas artes. Y no hay refugio que confiera más sensación de importancia que la polémica nimia. (Cuanto más pequeña la polémica, mayor calor humano aporta a los involucrados, podría decirse, incluso).
Una vez, en una cantina del centro, tuve una acalorada discusión con un joven poeta. Él me aseguraba, envalentonado por el tequila, que “el poeta tiene que ser un loco, un elemento apartado del mundo, fuera de todo”. Yo entendía el fragor de su convicción, que me parecía un poco extemporánea, pero se me ocurrió decirle que tan loco no estaría él, si la cordura le había dado para mandar un original por cuadruplicado a un concurso estatal del que había salido beneficiado recientemente —lo cual me parecía muy bien, desde luego, pero de algún modo contradecía la violencia ahistórica de su romanticismo. No sólo jamás me perdonó la ofensa, sino que además me lanzó (cierto que tímidamente, como arrepentido de antemano de su malditismo) un salero contra la espalda mientras yo salía a fumar un cigarro. La agresión me molestó, por supuesto, aunque también me pareció muy tibia para alguien que reclamaba para sí mismo las fuerzas ocultas de lo nefando.
La anécdota es boba, pero refleja ese carácter tragicómico y medio lamentable del mundo de los poetas. Por un lado, la creencia de que se mueven en un mundo más puro que el del resto; por el otro, la triste necesidad de defender esa creencia lanzando saleros.
(DANIEL SALDAÑA PARÍS)