Después de meses muy estresantes e intensos, pensé en regalarme un masaje relajante. Mi terapeuta estaba de viaje, así que acudí a un consultorio de masajistas chinos. Se lo habían recomendado a mi prima Aleja como un lugar seguro y, para correr menos riesgos aún, decidimos ir juntas a probarlo. A diferencia de casi cualquier ciudad del mundo, en el DF, los chinos siguen siendo una minoría prácticamente invisible. O han sabido mezclarse muy bien o se quedan en ciertos barrios y colonias de la ciudad como el centro o como la zona Rosa, donde también hay varios negocios coreanos. El lugar estaba vacío, atendido únicamente por una mujer que hablaba diez palabras de inglés y tres de castellano. Aunque ni mi prima ni yo teníamos cita, la señora nos recibió solícita. Se trataba de un local estrecho con varias cabinas dispuestas en hilera a lo largo de un muro. Tanto los muebles como la ropa de cama, tenían una estética minimalista. Por eso me llamó la atención el techo bajo de tirol, con acabados de aluminio color oro que desentonaba con el resto. Mientras nos desvestíamos, la mujer hizo una llamada telefónica y en pocos minutos apareció una compatriota suya. A diferencia de mí que soy un poco gallina, a Aleja le gustan los masajes enérgicos. Por eso me sorprendió escuchar sus quejas en la cabina contigua, señales inequívocas de que estaba sufriendo. Mi masaje, en cambio, estuvo a cargo de la dueña del local. Todo habría ido perfectamente de no ser por un estornudo que le señora dejó caer sobre mi espalda. Estaba a punto de protestar cuando apareció otro cliente. Entonces, sin una explicación –se ve que su vocabulario en inglés no le alcanzaba para tanto- me dejó a la deriva para recibir al recién llegado y hacer un par de llamadas como la que había salvado a mi prima de la espera. Pensé que no tardaría en volver pero su ausencia duró unos ocho minutos. Pude verlo en las manecillas de un reloj rojo que colgaba de la pared. En la cabina de junto, mi prima seguía quejándose. Empecé a sentirme crispada. Yo había ido ahí buscando descansar, no a encontrar nuevas razones para tensarme. Cuando la masajista volvió a la cabina, retomó su labor en el punto exacto donde se había detenido. Quise creer que eso era una prueba de profesionalismo y que, teniendo tan buena memoria, notaría una mayor tensión en mis hombros y cuello. Con suerte llegaría a disculparse, aunque fuera en su idioma. Sin embargo, esta vez sus movimientos eran aún menos decididos que antes. Intrigada por el cambio, saqué la cabeza del hueco que había en la camilla y me di cuenta de que la mujer escribía un sms mientras pasaba distraídamente la palma de su mano por mi omóplato derecho. Le dije que si necesitaba textear, lo hiciera en otra parte y volviera cuando estuviese dispuesta a terminar su trabajo. Sólo entonces guardó el aparato. No puedo decir cómo estuvo el resto del masaje, me distraje insultándola en silencio y calculando el descuento que iba a pedirle. Lo que sí recuerdo es que al salir de su cabina, mi prima tenía moretones en los antebrazos. Mientras expresábamos nuestra inconformidad, la mujer se limitó a repetir la cifra acordada fingiendo no entender nuestro descontento. Al bajar las escaleras, levanté la mano para protegerme del techo. Así descubrí que el material no era tirol sino unicel. Todo cobraba sentido. Una cucaracha pequeñita cayó entonces al suelo. Me pareció sorprendida, no debía de estar acostumbrada a las intromisiones de clientes como nosotras en su tóxica pero hogareña morada.