El presidente Enrique Peña Nieto ha dicho una y otra vez que no gobierna pensando en ser popular. Y al menos en esta ocasión es claro que dice la verdad. En los últimos meses diversas encuestas han mostrado una caída constante de la aprobación presidencial que lo ha llevado ya a los niveles más bajos registrados para cualquier presidente desde que iniciaron las mediciones de este tipo. Hoy, sólo uno de cada cinco mexicanos aprueba su trabajo y la tendencia sugiere que no ha tocado fondo.
Y eso, por más raro que suene, no es lo peor. Pues lo realmente grave es que el tema, lejos de ser atendido, no ha dejado de ser subestimado desde la casa presidencial. Bajo el argumento de que un buen presidente es el que toma las decisiones correctas más allá del impacto en su imagen, se ha enviado un claro mensaje para la ciudadanía: su opinión es irrelevante.
De una y mil formas el gobierno ha dejado en claro que la opinión de la opinión pública lo tiene sin cuidado. El tema es grave, porque no estamos —como lo ha planteado el gobierno— ante un concurso de simpatía ni de aplauso popular. El asunto es serio porque la aprobación a la gestión del Presidente no es un accesorio ni una frivolidad.
Ante lo que estamos es el rechazo de más de 70% de la población de la forma en que el gobierno está conduciendo al país. Para entendernos, es como si un jefe reclamara a un empleado por los malos resultados obtenidos y que el acusado, en vez de prometer una nueva conducta, descalifique el reclamo bajo la premisa de que está ahí para hacer su trabajo y no para tener contento a sus superiores.
El rechazo a la gestión del Presidente es relevante, porque muestra que no existe un consenso en torno a sus acciones ni políticas para México, y aunque el gobierno trate de minimizar esta realidad, gobernar es también comunicar y construir acuerdos en torno a una visión del país.
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Es cierto que un mandatario no debería tomar las decisiones sólo en función de las simpatías que genere una política, pero también ignorar por completo el sentido de la sociedad es un camino que lleva tarde temprano a problemas de legitimidad y a dificultar la gobernabilidad.
Prueba de ello es que debajo de México, sólo Brasil y Venezuela tienen niveles de aprobación gubernamental más bajos, en la última medición del Latinobarómetro presentado hace apenas unos días. Y ya sabemos lo que está pasando en las calles de esos países.
El presidente Peña Nieto tiene todavía dos años por delante. ¿No hará nada ante el creciente enojo que parece encontrar rumbo hacia las calles? No parece que el tema le preocupe y está claro que mientras no admita que la aprobación a su trabajo es importante, no habrá forma en que pueda darle la vuelta a este situación. Mantener la negación será la ruta segura para terminar con el poco respaldo que le queda.
Seguir así con tan poco margen y respaldo es como conducir un auto de carreras sin ninguna protección, sólo con la esperanza de que no chocar. El Presidente al despreciar la opinión ciudadana se está arriesgando demasiado. La pregunta es cuándo se dará cuenta.