El país estaba enojado como nunca. La visita de Donald Trump y el trato que le dio el presidente Peña Nieto crearon tanto o más consenso como el talento de Juanga; estaba muy claro que la bronca central en México era entre la ciudadanía y su gobierno, tanto que en ese contexto cobró vida y vuelo la convocatoria de una marcha el 15 de septiembre para pedir la renuncia del presidente Peña Nieto.
Y en esas estábamos cuando irrumpió con toda su fuerza la megamarcha del Frente en defensa de la familia y los reflectores y las conversaciones cambiaron de lugar. De pronto el debate ya no era entre autoridades y ciudadanos, sino entre ciudadanos y ciudadanos. En los chats —al menos en algunos— empezaron a debatir sobre el matrimonio igualitario, la adopción entre parejas del mismo sexo o la educación sexual de los niños y las niñas.
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El tema tomó las calles y las redes, y nos regresó a un tema que hace apenas unos días habría jurado que estaba más o menos resuelto. No porque crea que ya no exista discriminación en México, no soy tan ingenuo, sino porque en los hechos estos temas han ido avanzando con pasos serios hacia su normalización.
Basta decir, como ejemplo, que más de siete mil parejas de personas homosexuales se han casado en la Ciudad de México sin que fuera ya un tema de discusión. Parejas de hombres y parejas de mujeres han sido padres y madres de distintas formas, y cada vez se ha entendido más y mejor que la orientación sexual de una persona no determina su calidad como papá o mamá, y que, nos guste o no, México es un país con una sociedad diversa en casi todo, incluyendo distintos modelos de familias.
Lo sorpresivo es que de pronto el tema surgió como si fuera nuevo, como si en el país no existieran ya leyes que protegen los derechos de todos y todas, incluso como si no existiera la realidad.
¿Quiénes ganaron con este inesperado debate? No está del todo claro, pero parece que ganaron actores que ahora presumen un capital político y que buscarán usar en próximos procesos electorales; ganaron también en Los Pinos, que vieron cómo la atención cambió al menos por unos días de foco; y ganaron quienes habían reprimido su discurso de intolerancia y que, de pronto, encontraron condiciones para expresarlo.
Tristemente entre los perdedores habría que apuntar a todos quienes en estos días se pelearon con un familiar o amigo por pensar distinto; a quienes fueron discriminados por quienes creen que sólo hay una forma de ser matrimonio o familia, y en general, habría que pensar que perdió el país que en vez de tener un diálogo que permitiera construir puentes entre quienes tienen visiones distintas se encontró con un movimiento que polarizó a la sociedad en un tema en el que ya estaba encontrando —o al menos eso parecía— una mejor forma de convivir.