Hoy el mundo de mis contactos en Whatsapp se divide en cuatro grupos: los que viven en su mundo aislados del resto; los que sienten que algo va muy mal pero no saben qué hacer; los que hoy tienen —en respuesta al malestar— una bandera o un escudo de México como su avatar; y, finalmente, los que más participan en política (entre los que me incluyo) y que por lo general critican a los otros tres, sobre todo a los que cambiaron su ícono por creer que eso no resuelve nada. Y es de estos últimos de quienes quiero hablar.
Porque ya es hora de decirlo en voz alta: hemos fracasado brutalmente al tratar de sumar más gente a la vida pública y quizá sea el momento de voltear a ver lo que nosotros hemos hecho mal en vez de señalar al resto de los ciudadanos por su falta de interés.
¿Por qué el desprecio a la bandera cuando lo que muestra es una evidente y necesaria respuesta a un estado de ansiedad? Hoy buena parte de la población en México está preocupada por la economía, la inseguridad, la debilidad e incapacidad de sus gobernantes y, para colmo, por la amenaza que representa Donald Trump. Y ante este sentimiento —que muchos podríamos ubicar en el estómago— son necesarias respuestas, y una de ellas, nos guste o no, es reforzar la identidad nacional.
¿Alguien cree que los avatares son para intimidar a Trump o para apoyar a Peña Nieto? Apostaría que no. Quien lo ha hecho probablemente es porque en estos días se ha sentido agredido, ofendido, y una respuesta natural es abrazar aquello que nos da sentido de pertenencia, orgullo y que defiende nuestra dignidad.
El problema es que en vez de entender lo que eso significa como respuesta social, algunos han puesto el foco en lo que no se hace como ciudadanos, cuando quizá la pregunta es por qué algunos hechos sí detonan reacciones y otros no. Claro, a mi me habría gustado que marchara más gente por los desaparecidos que por el gasolinazo; y sí, quisiera que hubiera más protestas efectivas contra la corrupción que banderas en los íconos de Twitter o Whatsapp.
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Solo que en vez de echarle a la culpa a “la gente” quizá sea momento de revisar cómo hemos comunicado esos temas, qué hemos hecho para abrir nuevas opciones de participación pública, incluso qué esfuerzos hemos hecho para reivindicar la política en vez de desprestigiarla tanto que ahora nadie quiera participar.
Creo que hoy estamos en un punto de quiebre, en buena medida, estimulados por el triunfo de Donald Trump. Quienes creemos de que todos deben abrazar los derechos humanos, pelear por un mundo con menos pobreza y más justicia, podemos seguir haciendo lo mismo de siempre —que incluye descalificar a quienes no comparten nuestra visión, muchas veces con un aire de superioridad moral o intelectual— o podemos empezar a escuchar y a hablar mejor para tratar de sumar más voluntades desde su punto de vista y desde su realidad.
Ojalá lo hagamos porque lo otro es quedarnos con nuestra verdad hasta que llegue alguien que sepa cómo mover a la gente y termine avanzando en una agenda que representa todo lo contrario a lo que abrazamos como correcto y bueno.
No nos equivoquemos, la culpa no es de las banderas, la culpa en todo caso es nuestra pues es claro que hay una buena parte de la sociedad deseosa de hacer algo para mejorar el país, y hasta ahora no hemos sabido darles una mejor opción que cambiar su avatar.