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Tengo 41 años y llevo haciendo como que trabajo, sin parar, desde principios de 1995. Durante la carrera (estudié comunicación) aprendí que ir de traje a las entrevistas de trabajo era contraproducente. Por supuesto era lo opuesto a lo que el sentido común dictaba. “Tienes que ir muy elegante a tu entrevista”, me decía mi madre. “Yo te presto una corbata”, decía mi padre. Así que llegaba a la entrevista, con saco cruzado, zapato boleado y corbata de seda y me recibía un tipo con una camiseta rota que tenía impresa una guitarra eléctrica. Me hacía dos o tres preguntas y al final me despachaba: “Un consejo, amigo: la próxima vez que vayas a pedir trabajo en algo creativo, no se te ocurra ir de traje. Da mala imagen.” Por supuesto, no volvían a llamarme.
Seguí su consejo. Mi primer trabajo lo conseguí vestido de grunge con todo y jeans rotos, botas, camiseta y camisa de franela. “¿Así vas a ir a tu entrevista de trabajo?” preguntaban a coro mis padres cuando pálidos me veían, currículo en mano, salir hacia la editorial donde tendría la entrevista.
Desde entonces me desenvolví en esa selecta atmósfera que habitan los escritores, diseñadores, periodistas, críticos, músicos, cineastas, publicistas, y demás fauna “creativa”. Miraba por encima del hombro al ex compañero de la prepa que para ir a trabajar debía uniformarse. “En el ámbito creativo, lo que lo viste a uno es su propio talento”, me jactaba. Bastaron pocos años para que me tragara todas mis talentosas palabras, cuando el ex compañero de prepa que vestía de traje regresaba de su luna de miel de cuatro semanas en Australia, porque su sueldo se lo permitía. En mi caso podía presumir haber ido a un hotelucho en Tlaxcala, tres días y en autobús, y que iba a ayunar las dos semanas siguientes porque mi sueldo me lo permitía.
Pero la vida da vueltas porque le gusta marearse. Desde hace un par de semanas hago como que trabajo en una oficina en la cual durante la entrevista de trabajo me dijeron: “Un consejo, amigo: si vienes a pedir trabajo, es mejor que vengas de traje y no de tenis Adidas. Da mala imagen.” Lo inexplicable es que, a pesar de eso, me llamaron y que aquí estoy. De traje. Con corbata. Zapato boleado. Sobre mis hombros cae el peso de ese neologismo que la fauna “creativa” utiliza para despreciar a los encorbatados: godínez. Los que portan tal apellido desde su nacimiento, usen o no una corbata, seguramente comparten mi desazón, aunque su motivo sea más justificado que el mío.
La corbata es fálica, pero en mi caso me siento más bien como perro que lleva colgando su correa. Anhelo la hora de aflojar su nudo y volver a la vida normal. Entiendo un poco más a las mujeres que al llegar a casa se quitan los tacones y el bra. Sonrío al pensar que, perversamente, corbata y saco con hombreras por un lado, tacones y bra por el otro, son a final de cuentas rastros simbólicos de esa sexualidad que, paradójicamente, esas mismas prendas reprimen.
Mi consejo a los que piden trabajo: “Amigo, si puedes evitar trabajar, qué necesidad tienes de hacerlo, demonios.”
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Felipe Soto Viterbo nació en la Ciudad de México. Es autor de las novelas El demonio de la simetría, Verloso, artista de la mentira y Conspiración de las cosas. Es profesor de periodismo en la Ibero y de narrativa en el Claustro de Sor Juana.
(Felipe Soto Viterbo)