Nunca le pregunté por qué le íbamos a las Chivas. Estamos hablando como de 1973 o 74, así que quizá era porque acababa de pasar la era del campeonísimo o porque sólo jugaban –juegan- mexicanos. No sé.
Sólo recuerdo que yo nunca tuve dudas.
No era un tema futbolístico. A esa edad, era mi gran oportunidad para pasar 90 minutos con él. Sólo nosotros. Y ese “nosotros” sólo estaba completo si ambos éramos Chivas. Ningún de mis hermanos le importaba el futbol, así que era nuestro momento: sentados frente a la tele (nunca fuimos al estadio), disfrutábamos las narraciones de Ángel Fernández, los comentarios de Fernando Marcos. Pinches americanistas, les decíamos.
Y yo era su consentido. De veras.
Ese es el recuerdo más fuerte de mi niñez. Quizá por eso aprendí a irle a las Chivas. El Guadalajara me lo recuerda.
Eso sí, no eran las típicas razones de irle al que va ganando, porque en aquella segunda parte de los años 70 no era fácil ser Chiva. Empezaban nuestros malos tiempos, que se prolongaron hasta 1980 cuando por poco nos vamos a segunda división. Recuerdo que sufríamos con Nacho “el Cuate” Calderón, que estaba a punto de salir del equipo, o con el “Nene” López Zapiáin.
Me acuerdo bien de la ilusión que nos causó que contrataran al “Centavo” Muciño. Y lloramos cuando lo mataron de tres balazos en 1974.
Cada semana, compraba “Chivas, chivas, ra, ra, ra”, un comic.
Los 80 fueron mucho mejores, con todo y sus sinsabores. Aquella maravillosa semifinal, cuando eliminamos al América. ¿Se acuerdan? El de la batalla campal, que nos costó 7 expulsados y el campeonato.
O el peor día de nuestra vida futbolística: 10 de junio de 1984, la derrota contra el América en la final y el penal fallado por Cisneros. Dios.
El futbol ya no era, para entonces, sólo un gran momento con mi papá. Me gustaba y era mi pasión, algo que además me marcaba. Ya se que dirán que era una tontería, pero yo “militaba” en la izquierda y con las Chivas, el equipo 100 por ciento mexicano. No era sólo futbol. Era la contra.
Cuando nació mi hijo, aposté por reeditar lo que significó el futbol para mi niñez: nuestro momento, nuestra complicidad.
Confieso que nunca me pregunté si le iría a las Chivas. ¿A quién otro? Ni siquiera imagino lo que hubiera pasado si me sale americanista o puma. Horror.
Y ha funcionado. Es un Chiva. Nos hemos ido juntos a Guadalajara, al estadio. Solos, él y yo. Ahí vimos el partido de ida de la final contra Toluca. Y también hemos ido en familia, como aquella vez que remontamos un 2-0 en el clásico y ganamos 2-3. La locura.
Siempre he sentido que Chivas es lo nuestro. Algo más que futbol. Hemos gritado juntos, nos hemos enojado, emocionado…
¿Y a cuento de qué viene todo esto? Realmente a nada. Sólo quería desahogarme, porque Chivas pasa por un muy mal momento. Es un equipo sin alma y sin rumbo. Me siento otra vez en aquellos años 70.
Y este domingo, cuando veía la derrota frente al Puebla y me mensajeaba con mi hijo sobre el desastre del partido, me acordaba de todo esto y de mucho más: de cuando Chivas ganó el campeonato en 1997, el mismo día de su fiesta de cumpleaños número 7, o cuando vimos debutar al Chicharito, o de ese día terrible que fuimos al estadio de CU y perdimos por goliza…
¿Qué recuerdos tendrá Jorge Vergara, el dueño del equipo? ¿Qué le dirá el uniforme? ¿Y a sus jugadores? ¿Será lo mismo para ellos jugar en el Guadalajara que en otro equipo? ¿Exagero pidiendo “amor por la camiseta”?
No sé. Sólo quería contarles que lloro por mis (nuestras) Chivas.
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(Daniel Moreno Chávez)