Una gran cantidad de las enfermedades que sufrimos tiene su origen en la mente. El estrés, la ansiedad y la depresión, condiciones comunes en un alto porcentaje de la población, le pasan una enorme factura al cuerpo. La mayoría de nuestros padecimientos son síntomas que nos indican que algo va mal en nuestras vidas. En esta misma línea, muchas de los engendros sicopáticos de una sociedad son síntomas de la forma en la que ésta vive. ¿Nos debe sorprender que los Estados Unidos, con apenas 5% de la población mundial, consuma la mitad de los antidepresivos que se fabrican en el mundo? ¿A quién le causa extrañeza que una sociedad como la norteamericana, maniaca, enajenada, tremendamente polarizada y con un amor casi religioso por las armas padezca masacres masivas de manera recurrente?
En su edición dominical el periódico El Universal llevó una nota que representa de manera fiel el horror en el que se encuentra sumergido nuestro país. Una aberración (más) que constituye una puntual radiografía del estado que guarda nuestra nación. En una zona conurbada de la capital chihuahuense, llamada Aquiles Serdán, tres niños y dos niñas, el mayor de 15 años, el menor de 12, asesinaron a un compañero, amigo y vecino suyo llamado Christopher. Según la nota de Cristina Pérez-Stadelmann,“la autopsia indica que [Christopher] murió por asfixia, estrangulación y por objetos contundentes. En el costado derecho de su cuerpo tenía 22 puñaladas; y adentro de la bolsa derecha de su pantalón, como un sello de su infancia, un carrito azul con el que solía jugar”. El motivo original era tirar a un barranco-basurero a un perro moribundo de una de las niñas que conformaba aquel mortífero grupo infantil. Al perro lo mataron a pedradas y le abrieron el costado con un cuchillo. Ya encarrerados, encadenaron a Christopher, a quien apodaban El Negrito, de apenas seis años de edad, y lo arrastraron por el suelo. Irving, uno de los niños, le propuso al resto que jugaran a ser sicarios porque desde hace tiempo le traía ganas al Negrito. Ya en el suelo, “El Negrito empezó a llorar; le tapamos la cara con el hule de un paraguas que estaba en el arroyo, Irving le dijo que se callara, porque si no lo iba a matar. Como no se callaba, le puso un plástico en la boca y un palo en el cuello […]. Luego Irving se subió al palo y luego Valeria, porque estaba más gorda, y El Negrito todavía estaba respirando. Valeria dijo que todavía estaba vivo y le empezaron a aventar piedras en la cabeza, Valeria le dio varias puñaladas por las costillas con el cuchillo de Lety y de ahí lo empezaron a enterrar”.
El espectro infinito de la lengua encuentra sus límites ante el horror. Theodor Adorno dijo alguna vez que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. La vida cotidiana de un país que pasa de soslayo día a día a través de manifestaciones de la intolerable podredumbre social y, por supuesto, política y económica en la que nos encontramos, supone un acto de barbarie comparable a aquél al que se refería Adorno. Semejante tragedia nos concierte y compete a todos. El estilo de vida de la sociedad de consumo, la pandemia ubicua de la corrupción, la desfachatez y el cinismo de nuestros gobernantes, la sumisión o complicidad de la mayoría de los espacios informativos, la voracidad y la doble moral corporativa y un largo y siniestro etcétera tienen como una de sus consecuencias más puntuales el brutal desprecio por la vida que campa en nuestro país.