Escribo desde la hermosa Manizales, Colombia. Una ciudad construida en la delgada línea del horizonte que separa a las montañas de las nubes. He venido con un grupo de buenos amigos a participar en el XXXVII Festival Internacional de Teatro de Manizales con un espectáculo llamado “Bestias y Prodigios/Arreola por Arreola”, en el que invocamos al enorme Juan José Arreola y sus criaturas literarias. Al primer Festival vino Pablo Neruda hace 37 años y bautizó a la ciudad como “la fábrica de atardeceres”. Hay que decir que el poeta no mintió.
Llegamos a Colombia con 43 invitados que no pudieron ocupar sus asientos, pero que hablaron a nombre de todos las personas desaparecidas y asesinadas en México. Nuestra función fue en el Teatro 18 de junio de la Universidad de Caldas. El teatro se llama así en memoria de los estudiantes de la Universidad Nacional caídos en Bogotá en 1954 por protestar contra el dictador Gustavo Rojas Pinilla.
“Ustedes saben de lo que estamos hablando”, dijo Alonso Arreola al terminar la función. Los estudiantes aplaudieron y se pusieron de pie. Es cierto; compartimos muchas heridas con el pueblo colombiano. Los colombianos han sido estigmatizados desde la época de Pablo Escobar como ahora le sucede a los mexicanos, pero eso no ha sensibilizado a las autoridades mexicanas, que ante el multi-homicido en la colonia Narvarte resolvieron que todo fue por culpa de una colombiana puta y narcotraficante, ante las protestas de la comunidad colombiana en México.
Escucho en las noticias locales mientras me tomo un café tinto de esos que provocan insomnio que una perrita llamada Mona descubrió en el aeropuerto de El Dorado, en Bogotá, una tonelada de “cocaína negra” que iba rumbo a México. No es que exista tal tipo de coca, más bien los narcotraficantes aparentemente relacionados con el Chapo Guzmán han visto mucho “Breaking Bad” y han aprendido a mezclar zinc con clorhidrato de cocaína para luego separar las sustancias.
La autoridades colombianas reportaron a las mexicanas que ya habían enviado una tonelada del mismo producto a Sinaloa. Al ser notificadas, las autoridades mexicanas –cuando no les quedó de otra—hablaron de una “operación conjunta” para decomisar la otra tonelada que ya estaba en México. Mientras eso sucedía, todos los mexicanos que viajamos a Colombia en las últimas semanas hemos tenido que momificar nuestras maletas con plástico, o lavar calzones y calcetines en el hotel con tal de no documentar y convertirnos en el distractor favorito para que entre al país otra tonelada más de coca.
En Manizales las personas son sencillas y todo lo hacen con “mucho gusto”. En vez de tener un metro se mueven en “cable”, o teleférico como le decimos en México. Cuando uno recorre la ciudad desde las alturas descubre que casi todos los techos de las casas son de teja o lámina. No se percibe miseria extrema, pero tampoco riqueza extrema. Parece una ciudad donde la desigualdad se ha desdibujado, o por lo menos esa desigualdad que en México ofende y lastima.
Amigos de la Universidad de Caldas me platican indignados que el presidente venezolano Maduro sigue expulsando colombianos de Venezuela mientras anuncia que tiene las puertas abiertas para el pueblo sirio. La intolerancia y la migración, la desigualdad y la corrupción, junto a una perversa doble moral son los temas que siguen abriendo las venas de América Latina, aunque Eduardo Galeano se haya muerto renegando de su libro donde dibuja la “contemporánea estructura de saqueo” que, para algunos, es el manual del “perfecto idiota latinoamericano”, como asegura el perfecto hijo de Vargas Llosa.
Tomo un taxi para ir a la zona de Chipre, que es la parte más alta de Manizales, donde los gallinazos (especie de cóndores más pequeños) sobrevuelan a los papalotes moribundos que se han atorado en las ramas de los árboles. Le platico a Robinson, el taxista, que estamos ahí para hablar de Juan José Arreola. Él me dice que ha leído a Juan Rulfo. Le cuento que Juan Rulfo en sus años paupérrimos se alimentaba junto a José Emilio Pacheco con las tostadas de camarón seco que preparaba Sara, la esposa de Arreola. Él me habla de Neruda y me cuenta que es su poeta favorito porque es “terrenal”. Yo le hablo de Juan de Dios Peza y él, emocionado, empieza a declamar “Reír llorando”, poema que yo también me sé de memoria porque describe cabalmente mi existencia. “Cuando era niño lo actué en la escuela y a mi compañera se le olvidó el parlamento del médico. ¡Tuve que decirlo todo yo!”, me dice Robinson. Ascendemos las pendientes de Manizales diciendo al unísono el mismo canto, que para mí vale más que todas las valijas diplomáticas y pienso en el sueño de Bolívar, ese que Maduro pisotea todos los días, y digo levantando la voz con mi amigo Robinson:
“El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto
y también a llorar con carcajadas”.