Mi ciudad

En esta ciudad aprendí a cruzar la calle para ir al Colegio Madrid, un edificio porfiriano que destruyeron para construir el Metro Mixcoac. Aprendí a subir al tranvía, a tomar camiones hasta que nos modernizamos con el Metro por primera vez, creyendo que ese tren subterráneo era, sin duda, una muestra fiel de que ésta se había convertido en una capital moderna.

En esta ciudad descubrí que ser niña te hace diferente, que los albañiles podían decirte guarradas nada más porque sí y que unos locos dicen que las niñas no son fuertes ni valientes ni libres. Descubrí gracias a mi madre que existían las Ciudades Perdidas, que eran los cinturones de pobreza en las afueras de las zonas urbanizadas. Allá nos llevaba ella, sicóloga empecinada en ayudar a la gente a despertar del sueño del falso decreto de la injusticia merecida de los conquistados guadalupanos.

Aquí aprendí a ser necia por las mejores razones, a ser amiga de niños que vivían en la calle y que sabían cosas que nadie comprendía sobre la ciudad y sus rincones secretos. En la Casa del Lago fui a los siete años a clases de pintura gratuita (aún conservo mi credencial del INBA), y cada dos días caminaba siete cuadras para llegar a la Casa de la Cultura de Mixcoac, donde sin necesidad de dinero descubrí la literatura en voces de los que luego fueron prestigiados escritores. Allí, escuchando al doctor Pablo de Ballester, aprendí que la Historia se puede transmitir como canto homérico o cuento de hadas. En esta urbe que era mi casa, aprendí teatro con Óscar Liera y ballet con una rusa comunista llamada Micaela Ashnikov, quien creía que el arte nos hace mejores personas y debe ser gratuito.

Aquí crecí libre, amiga de Don Chucho que vendía dulces en La Castañeda y protegida por los dueños de la papelería que nos cui-daban de los robachicos. Descubrí que si aprendes a mirar, de verdad a mirar a las personas, nunca estás completamente sola.

La Capital, país en que aprendí a leer y escribir, era un especie de ombligo nacional donde convergían los poderes más crueles y los más nobles. Cuando niña escuchaba en las noticias a Luis Echeverría negando la realidad en Televicentro, abonando a la farsa nacional de la democracia. Aquí aprendí a ser rebelde por las mejores razones, a ser sincera, motivada por la urgencia de haber descubierto una epidemia de ceguera contagiosa y debilitante que, según los especialistas (mi madre y mis abuelos), podría convertirse en enfermedad crónica de carácter nacional.

Aquí aprendí a ser fuerte, a rebelarme, a jugar y a reír, a recibir los gestos amables con agradecimiento. Descubrí que ser racista es una elección y que nadie sobra en este país. Emigré a Quintana Roo y pude mirar con claridad cómo esta ciudad se llena de luz y cómo las élites intelectuales del Sistema abonan a la débil narrativa del bochornoso teatro político del absurdo. Regreso una y otra vez a buscar abrigo en esta que alguna vez fue nombrada por Salman Rushdie y Sergio Pitol como La Ciudad Refugio. Vuelvo para buscar sentido y casi siempre lo encuentro. Miro a esta ciudad de marchas y rebeldes, de parques y aire opaco. Esta ciudad que ruge, donde algunos humanos se creen gigantes, llena de provincias y provincianos, este laboratorio en el que se confrontan antagonistas y se unen rebeldes.

La ciudad donde confluyen las buenas causas nacionales y las consecuencias no siempre buenas. Aquí nos multiplicamos más por más. Las matemáticas no mienten: la indignación y la esperanza van a la alta, todo es cuestión de saber sumar y mirar a los ojos del otro, de la otra, para saber que en esta revolución no estamos solas.