Cuando era niño me sorprendía que el futbol fuera el deporte obligado de todos los mexicanos. Los méritos del futbol me parecían muy menores con respecto a otras disciplinas, como el trompo, la gimnasia olímpica o el ping-pong, que a mi entender requerían una fineza de reflejos y una habilidad muy por encima de los del deporte nacional. Pero tampoco me parecía un juego aberrante y estúpido, como sí podían parecérmelo el golf o el automovilismo —deportes de señores que todo lo resuelven con coñac o dinero—. El futbol era, para mí, un buen pasatiempo, algo que podía entender que algunos hicieran durante el recreo, pero que de ningún modo justificaba el despliegue de atención que el mundo adulto parecía prestarle.
La pervivencia en mí de ese antiguo prejuicio tuvo consecuencias durante años. Jugué en varios equipos infantiles y de la primera adolescencia, pero siempre con la falta de convicción de los acarreados. Yo veía a mis amigos llorar por una derrota y a mi padre exaltarse con la pifia más nimia del arbitraje y me parecía que estaban viendo otra cosa, más elevada, no el espectáculo que según yo protagonizábamos: el trote desordenado de 22 niños en medio de una polvareda terrible, fruto de jugar en una cancha en pésimo estado, en las inmediaciones de Temixco. Y de algún modo me daba envidia que los otros tuvieran esa visión más profunda, más noble, porque mi percepción del futbol era aburrida y carente de gracia. Pero por más que me esforcé, nunca logré emocionarme al mismo nivel, ni como espectador ni como jugador del deporte. Me faltaba una especie de fusible para experimentar esa iluminación específica que es el éxtasis futbolístico, y que otros han descrito con mucho mayor conocimiento de causa en multitud de textos.
Andado el tiempo, sin embargo, se impuso una especie de tregua en mi apostasía del futbol, y comencé a ver los partidos (sobre todo los internacionales, que entusiasman a todo villamelón) con una curiosidad nueva, como empezando a intuir lo que podía arrastrar a otros al punto de las lágrimas. Además, la alianza del futbol con la cerveza me reveló un lado alegre del juego que hasta entonces se me había escamoteado.
Ahora llevo ya un tiempo en esta nueva modalidad, que también conoce sus altibajos. Juego futbol a veces, con desconocidos que se juntan en una cancha, y aunque paso quince minutos tratando de recordar quiénes son de mi equipo y quiénes no, logro de vez en cuando cometer por error un pase acertado y me siento dichoso. Como espectador, llego a gritar a veces viendo algún partido, pero en mí gritar no significa mucho porque es algo que hago incluso cuando estornudo.
El futbol me sigue pareciendo esencialmente un misterio, pero he terminado por abrazar el misterio como un creyente, a fin de encontrarme en comunión con todas esas almas nobles que me rodean y que se embriagan de gloria como sacerdotes paganos cada vez que mete un gol, por ejemplo, el Atlante.