Soy una romántica de la democracia. Y me emociona ir a votar. Será que pertenezco a una generación que vivió cómo el voto, finalmente, podía cambiar las cosas. Y sí, ya sé que hasta sueno cursi. Pero me lo permito porque asumo la perspectiva de lo que ha pasado en México en las últimas décadas. Entonces, aguántenme la melcocha: me emociona ir a votar.
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Discutir durante los procesos electorales y hasta distanciarte de gente que quieres porque lo que está en juego se pulsa importante. Llegar al día de las elecciones, levantarte temprano, ir a la casilla. Saludas al vecino que conoces y al que nunca has visto. Ese día suele haber una especie de hermandad simbólica. Votar y que te marquen el dedo con la tinta que es señal de que cumpliste, contigo mismo sobre todo. De pequeña recuerdo la imagen de mis padres yendo a votar como ir a misa. No había duda y no había pretexto: ni la flojera del domingo. Pocas veces han ganado los candidatos por los que he votado. Tampoco importaba, ni importa: perder es parte de entrar en la competencia.
He votado a varios colores. Al cumplir 18 años, un poco en contra de lo que votaban mis papás. Entonces, distanciarte ideológicamente de tus papás formaba parte del volverte adulto (hoy los padres son tan amigos de sus hijos, que el continuo narrativo se manifiesta también en las preferencias políticas). Me emocioné con el cardenismo de los 80, y de ahí en adelante hubo de todo: voto útil, voto diferenciado, voto de castigo, voto emocional. Así las cosas en una democracia que se respete. Reitero: me emociona ir a votar.
Y, sin embargo, esta vez anularé mi voto. No porque pertenezca a ninguna corriente anulista de esas que sostienen que es la única manera de hacer manifiesto el descontento con el sistema y obligar a un rediseño del mismo. No lo creo. Sin duda hay que cambiar el sistema de partidos y los caminos de entrada a la participación ciudadana. Me emociona (les digo, ando cursi) ver que en otros países hay nuevos jugadores que importan (como Podemos y Ciudadanos, en España). Así que el anular mi voto no tiene que ver con rebelión sistémica alguna. Lo hago, únicamente, porque no encuentro a nadie por quién votar.
Me corresponde hacer mi elección en la delegación Benito Juárez de la Ciudad de México. Ninguno de los candidatos a delegado merece mi voto, lo siento. Y aún me debato entre quienes contienden para diputados locales y federales. Seguiré revisando, me quedan unos días. Pero al decir que anularé mi voto siento una profunda vergüenza: porque creo que la calidad de los candidatos y del debate público es también culpa de nosotros.
En fin, reconozco que lo que pasa me obliga a implicarme más. Por muchas razones y también porque ando cursi: quiero volverme a emocionar el día de las elecciones.
(Gabriela Warkentin)