Eran los años ochenta. Mis papás querían en Coyoacán o la Del Valle, pero el departamento que les gustó lo encontraron en la calle de Galicia. Después compraron uno en Goya. Por eso pasé la infancia en una colonia de muros rojizos y gomeros y azotadores. Y por eso me bautizaron en la elegante capilla de Nuestra Señora del Rosario en la parroquia de Santo Domingo de Guzmán (el acta de bautismo desaparecería años más tarde, una señal alentadora cuando decidí convertirme al judaísmo).
Empecé la primaria en el Simón Bolívar. Los del Williams nos llamaban “pitufos” porque los lunes íbamos de saco azul. Me acuerdo de los espiros en el patio y de la alberca en la que aprendí a nadar (en ella se inició el clavadista Fernando Platas, se contaba). “Si no te metes, te voy a empujar y pegar con la tabla hasta que te ahogues”, amenazó el profesor de natación al notarme tan miedoso el primer día de clases.
Recuerdo con la misma ternura los desayunos con mi familia en el Sanborns del Cine Manacar, en donde a veces me consentían con volúmenes de Elige tu propia aventura. Fuimos tanto que mi hermana mayor pensaba que ahí me habían comprado. “Devuélvanlo al Sanborns, salió defectuoso.” Hoy ese lugar no existe, tampoco el cine de mis primeras películas (con los pies arriba de la butaca, según ordenaba mi mamá, “porque hay ratas”).
Crecí, como puede concluirse, en Insurgentes Mixcoac. En esa colonia nos agarró el temblor, cerquita de la Universidad Panamericana, a la vuelta de la Plaza Agustín Jáuregui, tranquila y verde y con unos arbustos que daban una baya roja que si te la comías te morías o eso decían. No olvido a los estudiantes sentados arriba de un muro en el edificio principal de la universidad. En esa construcción funcionó un obraje famoso en los siglos XVII y XVIII.
De igual manera, no dejo de evocar las visitas de mi abuela andaluza. Un día en la plaza hizo migas con un cantante ranchero y la tarde siguiente la acompañé a verlo cantar. El músico le regaló su casete y hasta se lo firmó. “¡Se parece usted a Jorge Negrete!” Que Dios los bendiga a ambos, y también a Fernández de Lizardi, primer novelista mexicano, que vivió en Campana 73, y a Octavio Paz, otro mixcoata notable, de la Plaza Valentín Gómez Farías en el viejo barrio de San Juan. El poeta era primo del abuelo de Silvita, la vecina que ahora veo en Facebook con hijos y alegrías.
Mixcoac es uno de los pueblos que se comió la ciudad. Ya no hay río ni “árboles corpulentos y perros flacos” (como escribió Paz) ni africanos en el obraje ni dementes en La Castañeda ni mucho menos textiles y comales como los que asombraron a Hernán Cortés, pero todavía permanecen, eso sí, el Callejón del Diablo, los murales de Eppens, las tortas gigantes en la calle de Empresa y el Centro Vlady. Y el basamento piramidal del siglo XIII. Y los anuarios del Simón y del Williams y de las escuelas de Goya. ¿Soy el único que mira el suyo cuando las tardes se llenan de nubes de serpientes?
(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS / @jorgepedro)