En una publicación reciente del New York Review of Books, Charles Simic, uno de los ensayistas más brillantes de la actualidad, acuñó el término “moralidad selectiva” para definir la actitud de los Estados Unidos en su política extranjera. Ante las masivas protestas públicas en distintas latitudes en el mundo, por ejemplo, si el gobierno en turno es aliado suyo (como lo fue durante mucho tiempo Mubarak en Egipto o Gadafi en Libia), entonces el movimiento seguramente proviene de algún grupo terrorista o desestabilizador ilegítimo. Si en cambio las protestas ocurren en un régimen enemigo (Venezuela o Ucrania), o si la opinión pública hace que el apoyo a un dictador como los mencionados anteriormente se vuelva insostenible, entonces se condena y se amenaza con una intervención militar.
No importa que en su propio territorio, por ejemplo, la democracia sea ya un instrumento de control político al servicio del mejor postor (o más potente donante para ser más preciso), no importa la política extranjera intervencionista criminal y devastadora que mostraron en todo el siglo XX y comienzos del XXI (El Salvador, Chile, Vietnam, Irak o Afganistán por mencionar sólo algunos ejemplos), nuestros vecinos del norte se siguen erigiendo como misioneros de la democracia y paladines de la libertad. Dice Simic para apuntalar dicha idea: “Juzgan los actos de violencia no de acuerdo a sus consecuencias, sino a si fue alguien más o nosotros mismos quien las perpetró”.
Diversos medios en nuestro idioma coincidieron en señalar que el ensayo titulado Sociofobia del filósofo español César Rendueles fue uno de los libros más importantes publicados en el 2013. Un libro asombroso y revelador que argumenta de manera brillante y erudita, cómo paradójicamente en los tiempos en los que la gigantesca interconexión digital parecería abrir una nueva utopía social, vivimos en una época marcada por la sociofobia. Esta forma de vivir el espacio público, común, entendida como indiferencia, miedo o franco desprecio por los otros, se encuentra enquistada en la idiosincrasia dominante tanto en los altos círculos de poder como en el ciudadano pedestre. Lo que importa es el bienestar personal, la acumulación, el consumo y en resumidas cuentas todo lo que esté directamente relacionado con nuestro bienestar más íntimo. La moralidad selectiva se ha convertido en uno de los artífices de dicha dinámica.
Ha generado un entorno político cada vez más alejado de aquellos a los que representan y una cúpula empresarial cada vez más desconectada del desarrollo colectivo, justo y sostenido. La violencia, los desastres ecológicos, la degradación social y la impunidad que padecemos no sólo en México sino en casi todos los rincones del mundo son hijas directas de este tipo de visión en el que se juzgan con una vara las acciones que nos favorecen y con otra muy distinta el resto.