El viejo y sucio truco de maquillar la pobreza

Opinión
Por: Marcela Turati

Como ocurría en la Rusia zarista cuando se ponían hermosas escenografías de pueblos ficticios al lado de los caminos por donde pasaría Su Majestad para no ofenderlo con la miseria, esta semana, en un acto de magia que haría palidecer a la corte rusa y al mismísimo ilusionista David Copperfield, el gobierno mexicano desapareció del panorama la tragedia de 10 millones de pobres.

El truco es viejísimo y hasta daría risa si no tuviera consecuencias trágicas.

Cada que un presidente se encuentra en aprietos, pide a su burocracia que invente una metodología ad hoc para que Su Majestad pueda presumir avances contra la pobreza; aunque sean ficticios. Sus empleados entonces decretan nuevos requisitos que obstaculizan a los más desfavorecidos para ser anotados a padrones sociales.

Esta semana, gracias a esos mágicos ajustes, una tercera parte de la gente pobre mejoró sus ingresos.

Otra vez el desgastado truco para deshacerse de la pobreza: éste solo con una resta matemática.

La fauna política mexicana tiene un historial de métodos que de tan cínicos parecen increíbles. Está, por ejemplo, la historia del afamado secretario de Salud que durante su gira por Chiapas iba inaugurando el mismo equipo médico: cortaba el listón, se tomaba la foto y, cuanto abandonaba el hospital los aparatos eran desmontados, subidos a una ambulancia que se adelantaba para que los instalaran velozmente en el siguiente hospital donde el funcionario volvería a pronunciar el mismo discurso.

O la de la secretaria de Estado que presumió que abatió la pobreza instalando computadoras en la paupérrima selva. Y sí, los aparatos llegaron, pero las comunidades no tenían luz eléctrica, menos internet. O el gobernador que declaró a su estado “libre de piso de tierra” –para ser bien mirado por la ONU– aunque el truco fue engañar a los analfabetas comisariados ejidales para que firmaran papeles en blanco que certificaban el cumplimiento de la obra y que se quedaron esperando la llegada de la grava, la arena y el cemento.

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Otro de los usos y costumbres de nuestros gobernantes –que podrían entrar a los libros de historia a la par de las trapacerías rusas– ha sido reclasificarla. Como cuando los hambrientos pasaron a llamarse “personas en situación de pobreza alimentaria” (con lo que los separan de la “pobreza patrimonial” o de la “pobreza de capacidades”). Otra de sus manías es inventarse mediciones tan distintas que no pueden ser comparadas con tendencias anteriores. Por eso nunca terminamos de conocer la evolución de la pobreza y tampoco podemos enfrentarla.

De la nada se dictamina que mejorar el nivel de vida significa tener piso de cemento y la orden siguiente es “encementar” la miseria: no importa que sea una choza de palos sin techo, si son casas no habitadas, o si se echa mezcla en un gallinero, la cosa es sumar obras.

Los indicadores de bienestar se ponen de moda según el negocio del funcionario en turno (casi siempre coludido con el empresario a quien se le dio contrato a cambio de un “diezmo” o “mochada”, eso si el funcionario no autocontrató a su propia empresa). Así, cualquier día, aparecen enormes tinacos sobre los techos de casitas tan chicas como cajas de cerillo o comunidades pobres se plagan de cuartitos con excusados que luego devienen en bodegas porque nadie procuró verificar si había agua corriente y drenaje. Y esta pedacería de obras es la excusa para que los tecnócratas eliminen a los pobres de las listas de beneficios sociales.

Si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, en nuestro país se materializa esta frase cada vez que vemos en pueblos perdidos el Monumento a la Primera Piedra de aquella obra que–aunque fue inaugurada con prensa, champaña y listón rojo– nunca se construyó. O carreteras que no llevan a ningún sitio aunque los letreros agradecen al gobernador en turno por la inversión. O bardas con las que –remedio fácil– se borra de la vista la miseria urbana.

El maquillaje de la pobreza ha hecho escuela entre nuestros políticos que operan bajo la lógica del “¿Para qué invertir en enfrentar la pobreza si puedo disimularla?”. Es otra prueba de que nuestros científicos se doblan a dictados políticos. Es un truco fácil con dramáticas consecuencias para quienes han sido considerados cifras y nunca personas. Es el mejor método para perpetuar la pobreza en el país, la hace karma y–hasta que lo permitamos– será también destino.