Para Rubén, a un año de su asesinato, con el puño arriba y la frente en alto
Aquella mañana en mi edificio se escuchó el grito de terror más hipster que se hubiese oído jamás en la colonia Roma: “¡Noooooo! ¡Me sacaron de la lista de Forbes!”.
Mi roomie corrió a mi cuarto para saber qué pasaba. Le mostré que mi nombre había sido eliminado de la lista de mexicanas célebres. Oh, tragedia.
En vez de entrar en pánico, taza de café en mano, analizamos la causa.
Le conté la conversación que tuve con aquel reportero que me anunció solemne que había sido seleccionada como una de las 50 mujeres que aparecerían en la exclusiva lista anual de la famosa revista especializada en negocios, región 4, edición mexicana.
Su anuncio me dejó como un zombi abducido y noqueado.
Segundos después, entre pasmada y curiosa, me atreví a preguntarle: “¿Yo en Forbes? ¿Aunque mi auto lleva seis meses estacionado afuera del departamento, porque no he podido arreglarlo? ¿Aunque mi sillón tiene pulgas del último viaje que hice a una comunidad para escribir sobre la pobreza? ¿Aunque como freelance no tengo salario fijo ni seguro de gastos médicos, de desempleo y de jubilación? ¿Aunque mi casera se divierte amenazándome con subirnos la renta o desalojarnos del departamento porque mi barrio se puso de moda y cualquiera con ingresos en euros podría sustituirnos?”
El colega me dijo que el poder no se mide con dinero sino con influencia y agregó linduras sobre mi trayectoria en un intento de explicar por qué se habían fijado en mí. Cuando la llamada parecía sesión de terapia se cortó abruptamente por capricho de las viejas y gruesas paredes tipo búnker de mi casa y la pésima recepción telefónica.
El periodista se salvó de mis otras confesiones. No le hablé de mi certeza de haber hecho un voto de pobreza en mi vida pasada pues, aunque nunca me he quedado sin empleo, tampoco he podido hacerme de patrimonio alguno, o que quizás tenga algo que ver con el ferviente deseo que tuve de niña de ser la Madre Teresa de Calcuta. No le conté que soy de esas personas sin cerebro financiero que dejan pasar las “oportunidades de inversión” y tiene dificultades para pensar en el futuro porque, desde que tengo memoria, mi país está en crisis financiera. Tampoco que envidio al periodista que escribió el libro “Yo, precario” que refleja cómo me siento desde que hipsters, máquinas excavadoras y guaruras forman parte de mi entorno más cercano. Ni que siempre me he sentido una suerte de Forrest Gump que sin saber cómo ni por qué —sólo por hacer el trabajo que elegí de escribir sobre quienes sufren—, de pronto está al lado de celebridades, recibe premios y su nombre adquiere cierta fama (aunque eso es relativo porque —como bien dice mi amigo Memo— nadie te reconoce cuando haces fila en la tortillería).
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“¿Me habrán eliminado de Forbes por todo lo que dije sobre mí? ¿Les habré dado pena?”, pregunté una noche a mi amigo Javier que se divertía con mi trágica historia de exclusión equiparable a la sensación de haber sido expulsada de la casa de Big Brother. “¿Será porque el mensaje de la contestadora de mi casa indica que si quieren que les devuelva la llamada deben poner crédito a mi celular?”, bromeé dramática.
Él, como buen amigo que se ríe de la desgracia ajena y resuelve todo invitando unos tragos (que si no curan al menos ayudan al olvido), hizo la finta de tomarse una selfie porque —según me aclaró— nunca había estado tan cerca de alguien que hubiera estado tan cerca de pertenecer a ese club de famosos influyentes del planeta (donde Slim y El Chapo son nuestra mejor aportación vernácula). Y, junto con mi roomie, lloramos de la risa por mi falsa tragedia. Por mi sino de loser.
P.D. Mi casera ganó la partida: me rendí del forcejeo y estoy empacando. Ya dejé de usar mi auto. Sigo sin ningún tipo de seguro de gastos contra las desgracias neoliberales. No aporto al Afore, porque tengo la certeza de que cuando me jubile los ladrones del gobierno ya se lo habrán gastado como sabemos que hacen con nuestras pensiones. No soy una chica Forbes, mi nombre no aparecerá nunca al lado de las Kardashian, y siempre me río de mí misma contando esta anécdota. Pero sé que —con o sin reconocimientos, teniendo o no la economía asegurada—continuaré haciendo lo que hago, porque para mí tiene sentido y me hace feliz.