Empacar no es tan sencillo como desmontar una tienda de campaña, o una jaima nómada, doblarla hasta hacerla chiquita y abrirla en otro sitio.
Mi mudanza fue difícil. Fue un reencuentro con la última década de mi vida, una cita que tenía mensajes esperándome ocultos en algunos libros, entre la ropa, el altero de papel archivado, las fotografías fuera de los álbumes y el casillero repleto de libretas en las que escribí las notas para mis reportajes.
El país entero y sus conflictos dejaron su huella en mi vida. De ser una reportera que cubría asuntos relacionados con la pobreza, desastres naturales o tragedias por negligencia institucional, la última década me fui agarrando a un cable de alta tensión, el mismo sobre el que camina el país, y llené mis libretas con dolorosos testimonios del horror: gritos y susurros de las personas desaparecidas, torturadas, asesinadas, masacradas, heridas o que buscan a familiares en fosas clandestinas.
Entre las apariciones de cartitas con mensajes de amor, los diarios que llenaba con dibujos cuando escribir me pesaba, los muebles afectados por la húmeda oscuridad, la ropa que nunca usé, los remedios milagrosos que compré y dejé sin abrir o cientos de tarjetas de presentación de personas que nunca dejaron de ser desconocidas, me topé con escritos llenos de denuncias que se convirtieron en reportajes.
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Cada libreta contaba su propia historia. Me costó trabajo recordar los rasgos de personas cuyas vidas quedaron esbozadas en mis apuntes, mientras que a otras las tengo tan presentes que me pareció que se materializaban. Algunas veces me sonrojé al encontrarme con casos que tenía documentados, pero nunca escribí de ellos, quizás porque pensé que no era el momento, porque no hubo espacio en la edición, por el exceso de gritos de ayuda cuando el país entero se convirtió en una emergencia, porque me faltó claridad o porque algo en mí hacía resistencia. Pedí perdón internamente a las personas que protagonizaban esas historias.
En la mudanza encontré la historia de la red de periodistas que se incubó adentro de mi casa y los apuntes de otros complots que se fraguaron entre las paredes de ese viejo departamento. La bolsa con los disfraces que usábamos cuando la fiesta se prolongaba, los carteles que llevamos a algunas manifestaciones contra la muerte, los trastes oxidados de mi perro, el alebrije gigante que nos miraba desde el techo, las herencias olvidadas por quienes durmieron entre esas paredes.
Esta semana me despedí del departamento habitado por emociones que compusieron mi vida y que compartí en distintos tiempos con siete roomies, varios amores, un cariñoso perro, muchos amigos y alumnos (que terminaron siendo amigos), y donde viví siempre conmigo misma.
La vida es una mudanza continua que empuja a soltar, a enfrentar y cerrar aquello que dejamos para después, a empacar poco y aligerar cada tanto del peso, a soltarse de lo conocido aunque estemos cómodos, a pesar de la incertidumbre de lo que viene, a abrazar, a dar las gracias y decir hasta pronto, como una moneda que queda al aire, mientras tiramos la llave en una coladera.