Hace 10 años recorrí la sierra Tarahumara buscando al legendario Chacarito, un abuelo rarámuri que ganó en el Ultramaratón de Denver a un marino estadounidense hasta ese momento invicto. Chacarito llegó primero a la meta tras correr 160 montañosos kilómetros y se convirtió en una leyenda.
Nunca encontré a Chacarito en su ranchito. En todos los pueblos me sugerían esperarlo, pues seguramente estaría en alguna celebración bebiendo teswino (maíz fermentado) o bajaría a la cabecera municipal cuando los candidatos de los partidos repartieran despensas.
No tuve el gusto de conocerlo, pero sí me topé a Victoriano Churo, otro famoso corredor cuya resistencia lo había llevado a competencias en lugares como Japón donde odió la comida cruda, descubrió que no había tierra para sembrar y recibió una propuesta de matrimonio. Al igual que Chacarito, las medallas ganadas en los maratones las había vendido o empeñado en épocas de mala cosecha.
En mi recorrido, del que escribí para Gatopardo, conocí a varios de esos héroes desconocidos que viven en cabañas de madera, entre bosques de pino y barrancas tropicales. Algún corredor por ahí me contó que había descubierto que los alpes suizos eran igualitos a su tierra, aunque allá está todo habitado por menonitas. Otro, apodado el Guiness, contaba emocionado que en Estados Unidos conoció la pizza y la hamburguesa, aunque ganar kilos le hizo perder la carrera.
Todos tenían anécdotas de sus carreras. Dos fueron descalificados casi en la meta porque no sabían que no podían correr juntos, aunque en su comunidad el pueblo entero corre junto a ellos; otro cayó desmayado porque nunca tomó el agua y la comida que encontró en las mesas dispuestas en cada tramo del maratón porque en su cultura no se toma lo ajeno si nadie te lo ofrece; otro no cruzó la meta porque le entró la tristeza por el hijo que acababa de enterrar en su pueblo por mordedura de una víbora.
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Los rarámuris (a quienes conocemos como tarahumaras) siempre han hecho honor al significado de su nombre de “pies veloces” o “pies ligeros”. No por nada fabricantes de tenis han querido usarlos en su mercadotecnia y producido líneas como Tara-Nike, que los verdaderos tarahumaras desprecian pues prefieren correr con los huaraches hechos por ellos mismos de suela de llanta y correa de chivo.
En los años 20, un grupo de corredores rarámuris fueron llevados a las olimpiadas y despedidos entre fanfarrias. Pero no ganaron. Desde ese momento se descubrió que no hay carreras diseñadas para ellos. No son expertos en velocidad, como los kenianos, pero nadie les gana en resistencia. Desde niños recorren caminos maratónicos para llegar a la escuela o cargar al hermanito enfermo o ir al pueblo a comprar maíz cuando la cosecha se malogra.
Cada tanto alguien “los descubre” y, de un impulso, ya están subidos en un avión y aterrizan en ciudades con rascacielos donde descubren la picza o el espakete, la peste en el aire, las escaleras eléctricas y el metro, ese gusano que los transporta bajo la tierra. Al otro día ya están de regreso a su realidad donde corren por gusto, respiran aires de libertad, bailan días y noches en fiestas amenizados con violín, a veces mueren de cólera y viven en hermosos paisajes arbolados que ahora tienen que defender de la tala exacerbada y de trasnacionales y narcos que codician sus tierras o los hacen esclavos.
Los y las rarámuris son los atletas mexicanos que nunca son invitados a las olimpiadas.