Una de las calamidades máximas del neoliberalismo salvaje está encarnada en la frase de Margaret Thatcher “No hay tal cosa como una sociedad. Existen hombres y mujeres individuales y existen familias”. En los Estados Unidos, alma mater del consumismo, comprar y consumir es visto casi como un deber patriótico. El documental Fed Up muestra con contundencia hasta donde están dispuestos los norteamericanos a llevar este mantra: a envenenar a su gente. Dentro de algunas décadas 1 de cada 3 norteamericanos tendrá obesidad mórbida y padecerá diabetes. En las escuelas norteamericanas el menú está compuesto por Burger King los lunes, Pizza Hut los martes y manjares similares el resto de la semana. Los niños de nuestro vecino país del norte consumen cinco veces más azúcar que la recomendada por la Organización Mundial de la Salud. El lobby en esta materia es tan poderoso que incluso la primera dama Michelle Obama tuvo que retraer sus esfuerzos por promover una cultura alimenticia más sana.
El consumo voraz es el instrumento de desarrollo clave para el neoliberalismo salvaje: doctrina económica que sin importar sus inmensas fisuras hemos abrazado con enjundia desde la década de 1980 y más enérgicamente desde la de 1990. Más allá de los efectos que la política de sustituir la producción por la importación ha tenido en regiones estratégicas del desarrollo económico de México (como el campo, por ejemplo), quizá el efecto más devastador es la ideología que promueve. La máxima thatcheriana podría ser reducida a la frase “los otros no existen, existo yo; las necesidades de los otros no existen, existen las mías”. Esta desarticulación social es evidente en casi todos los ámbitos de nuestro país. Basta con salir a la calle para percatarnos de ello.
El consumo y el bienestar individual son dos de los estandartes que definen nuestra época. Ninguno de los dos está desvinculado de la tragedia social que azota nuestro país desde hace décadas. Sólo cuando la realidad se hace verdaderamente insoslayable e insoportable (en la forma, por ejemplo, de revivir las peores pesadillas latinoamericanas de ciudadanos desaparecidos) nos damos cuenta de que algo no va bien. En realidad, más allá de la estrepitosa podredumbre de nuestras clases políticas, las formas de vida individuales desempeñan un factor importante.
Cada vez que cambiamos nuestro celular por uno nuevo (que se jodan los babuinos que viven en las zonas depredadas por Apple, miren qué bonita está la pantalla del Iphone 5), cuando pedimos una bolsa extra de plástico, sobre utilizamos unicel, el auto o compramos ropa fabricada en sweatshops asiáticos (casi toda la “moda de bajo costo”) estamos siendo cómplices de este modelo nefasto e intolerable.
La pieza “Too Too – Much Much” del artista suizo Thomas Hirschhorn está compuesta básicamente de basura apilada. Sobre su obra, Hirschhorn ha dicho “Hago arte pobre, pero no Arte Povera […] No hago instalaciones, hago esculturas […], energía sí, calidad no […] No quiero hacer arte político, pero quiero que mi trabajo sea político”. No es necesario hacer de la vida un instrumento de militancia política (los espacios están cada vez más viciados y manipulados) pero sí es necesario entender la dimensión política de nuestra existencia. O, lo que es lo mismo, entender que compartimos este mundo con otros seres.
(DIEGO RABASA / @drabasa)