He vivido rodeado por mujeres.
Crecí con Yolanda, mi madre, bajita como una niña, piel marrón como una hoja otoñal. Estudió mecanografía, devoraba libros, hablaba español, inglés y francés. Su madre, Esperanza, aprendió a leer tarde en un rancho de Michoacán y tenía hermanas analfabetas. Conchita, madre de mi padre, tenía los ojos grises y la piel láctea. Creció como una niña elegante, entre mimos y lujos. Mi tía Ana María, dulce y consentidora, era simpatiquísima, gran contadora de chistes, espléndida cocinera.
Todas eran diferentes y se parecían tanto entre sí: buenas consejeras, cariñosas y severas. Trabajadoras incansables, madres sin horario, esposas abnegadas, cocineras, maestras vespertinas y amantes nocturnas de sus maridos.
Desde que la más joven de todas, mi madre, nació un día de abril del 43, han pasado más de siete décadas. En ese tiempo las cosas han cambiado. Ahora las mujeres trabajan a la par de los hombres (y más). Son exitosas, confiables y tesoneras. Y son perfeccionistas. Todo eso las ha llevado a ocupar espacios importantes en la política, las artes y la ciencia.
Y como toda en la vida, siempre hay un pero.
¿Qué pasa con el perfeccionismo de las mujeres?
Tengo amigas y familiares que trabajan 14 horas al día. Entran a las nueve y dejan la oficina cerca de medianoche. Se levantan al amanecer: alistan a sus hijos para la escuela, sirven el desayuno, se bañan, se peinan, se maquillan, se visten como si fueran a un desfile de belleza y llegan a preparar juntas de trabajo, resolver pendientes, dar órdenes, improvisar soluciones y a veces soportar desplantes machistas.
No salen a comer, resolviendo asuntos de trabajo. Llegan a encontrarse con sus maridos, que cuidan a los niños –o volvieron antes que ellas–, y las solteras, si aún tienen energía, van con sus novios.
En casa nunca descansan. Lavan ropa, asean, van al súper y despachan pendientes. Si viven con sus hijos y sus maridos, la cosa puede ser más pesada. Todo transcurre por ese camino de perfeccionismo que las mujeres parecen haber trazado con sangre.
Hace unos días, Hillary Clinton –abogada, primera dama voluntariosa, senadora, incansable secretaria de Estado y aspirante a la presidencia de Estados Unidos– habló del gen perfeccionista de las mujeres.
Chicas –dijo Hillary– no tienen que ser perfectas. La mayoría de los hombres nunca piensan así. Un hombre nunca piensa: “Oh Dios mío, no soy perfecto”. “Mi cabello no es perfecto”. “Visto los zapatos erróneos”.
Chicas: En la vida sólo hay tres o cuatro cosas que importan. No necesitan ser perfectas. Enfiéstense, váyanse temprano del trabajo, lleguen con unos tragos, busquen el amor. Vivan. Eso: vivan.
(Wilbert Torre / @WilbertTorre)