En el Barrio Antiguo de Monterrey, un hombre intenta terminar el año con la cartera llena: en un Porsche plata, convertible y que supongo le ha sido prestado, trepa a familias enteras. Al hombre de la casa le pone una máscara del Santo y listo: la foto del recuerdo ha sido tomada por algunos pesos. Mientras el tipo da instrucciones a los modelos —“ora echen relajo”, “ora abracen al Santo”, “ora miren hacia acá, pero sonrían, esto no es un funeral”— y comprueba que los ídolos cambian con la historia, evoco aquellos años en que mamá y papá nos llevaban a La Alameda para cumplir el rito chilango: fotografiarnos con lo que nosotros creíamos eran Santa Clós y los Reyes Magos. En ese entonces la pedofilia no era una palabra común, pero no dudo que algunos de los que se disfrazaban fueran unos cabrones. La Alameda se atiborraba de la clase baja y uno se iba satisfecho con la fotografía en la mano. Con el tiempo aquella noche se convertía en una de las peores vergüenzas, pero nunca deja de restregarnos que alguna vez fuimos felices. Hoy los ambulantes navideños ya no pisan La Alameda. Los pusieron a un lado del corredor sexual. Desde Sullivan hasta Insurgentes, donde está el PRI. Y eso sí: las fotos son más caras que ir a una función de lucha libre. Sobre el camellón de la avenida Chapultepec de Guadalajara, una mujer vende esferas color violeta. Pocos le compran. Le pregunto a una amiga por qué no veo la Navidad por las calles. Me dice que no sabe bien a bien. Ella sólo notó que desde hace algunos años los pinitos cada vez fueron menos y que las casas siguieron a oscuras. Quiero contarle que el chilango puede sufrir todo el año, pero que en estos tiempos se olvida de todo, gasta hasta lo que no tiene e ilumina su casa al grado de la ridiculez. Qué bueno que no lo haré. Regresaré al DF después de algunos meses y lo encontraré hostil, sin adornos, sin luces, sin esperanza. “¿Qué pasó?”, le preguntaré a la novia de mi roomie. “Gobierna Mancera”, me contestará medio en broma, medio en serio. Con las horas llegaré a una teoría: la Ciudad de México es, por naturaleza, una salvaje. Lo que sucede es que el chilango se acostumbra al caos y, cuando se va a un lugar menos estresante, se da cuenta de que su diario trajinar no era vida. Hoy entiendo a los que el chilango, despectivamente, llama provincianos: el DF está bien para visitarlo, pero no para vivir en él. Pero esta es mi ciudad y debo acostumbrarme de nuevo a ella. Supongo que, cuando vea cómo la gente compra cerveza a cualquier hora del día en el Oxxo, diré que el DF sí está a la vanguardia. En la iglesia de la Lomita, en Culiacán, hay un enorme pinito navideño hecho de luces. La gente va más a fotografiarlo que a misa. A pesar de los balazos cotidianos, del calor que nunca se va, los culichis buscan la Navidad en lugares insospechados. Por ejemplo, van al Wal-Mart para mirar al muñeco de Santa que avienta nieve artificial. No hace falta que pregunte. Las últimas seis navidades las pasé en Culiacán y ahí fue donde entendí que esa ciudad era más grande que sus penas. Ahora estoy en el DF y me parece menos fiestero que Culiacán. Quizá es el alza del metro, quizá sea la reforma energética o los nuevos impuestos, quizá es la frivolidad de nuestras autoridades, quizá sea que los secuestros otra vez están de moda, quizá son las muertes violentas, quizá es el desempleo o que el chilango entendió que no puede llegar a fin de año agarrado del pescuezo. Esta es la Navidad de 2013. Bien jodida, pero en familia.
(ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)