El último sábado antes del regreso a clases, se nos ocurrió a mi madre y a mí llevar a los niños al Museo Papalote. Hacía aproximadamente un año habíamos tenido la suerte de visitarlo entre semana y mis hijos habían corrido felices por esos pasillos ahora saturados. En aquella ocasión me habían entusiasmado varios de los juegos y las actividades enfocadas a despertar la curiosidad, el espíritu científico, el respeto por las plantas y los animales. Nos había encantado el árbol Ramón en cuyo interior se descubren los ecosistemas, la función de los árboles en la vida animal y de los seres humanos. Mi hijo pequeño disfrutó los espaciosos areneros con juegos de cuerdas y madera. Recomendé a mis amigos visitar el lugar y hasta sugerí que fuéramos los jueves por la tarde, día dedicado a los adultos, para escuchar jazz en la terraza.
La visita más reciente, en cambio, fue interesante en un sentido distinto. Esta vez, me resultó notorio el exceso de anuncios comerciales. Cada una de las actividades estaba vistosamente auspiciada por alguna mega compañía. Bimbo, a quien pertenece el Papalote desde sus inicios, estaba por supuesto muy presente pero también otras marcas. Banamex y ADO, por ejemplo, patrocinaban el cine. Por eso, antes de cada función, el animador pedía a los espectadores que aplaudieran a dichas empresas. Por increíble que parezca, era Coca-Cola a quien correspondía la actividad del árbol.
La asociación entre esa bebida responsable en buena parte del sobrepeso de nuestra población y el mensaje ecológico, causaba un verdadero cortocircuito. Si la entrada al museo fuera gratuita, sería comprensible —y tolerable— que hicieran pagar a las visitas de esa manera, como ocurre en Internet. Sin embargo no es el caso y, por eso, es inevitable sentir que se está abusando. Cuando nos acercamos a la zona de restaurantes nuestras opciones se limitaron a comida chatarra o casi. Nada relacionado con el mensaje del museo: la necesidad de cuidar el medio ambiente. Después de deambular durante un par de horas por las salas del edificio y sus pasillos llenos de neones y de ruido, descubrimos una puerta de salida hacia un jardín.
Se trataba de la recreación de la vida en la selva maya con casitas ovaladas y techos de palma. El interior de cada una de esas construcciones contaba con sillas bajas donde sentarse, un metate, una red para pescar y algún adorno. En el jardín abundaban las plantas, había esculturas de jaguares y un pozo que fascinó a mis hijos. Jugaban a ser jefes de familia que salían de pesca a traer leña para calentarnos y agua para la cocina. En ese lugar idílico no había anuncios ni ruido. No sé si fue por contraste pero lo disfrutamos mucho. Se trató, sin lugar a dudas, del mejor momento que pasamos en el Papalote. Un verdadero descanso para los sentidos. Estuvimos más de dos horas ahí, metidos en esa cabaña, soñando con tener una vida saludable y en armonía con la naturaleza. A veces, llegaban otros visitantes y, como se hace en muchos pueblos, abríamos las puertas con toda amabilidad para mostrar nuestro hábitat. Ellos admiraban la simplicidad del mobiliario y preguntaban sin excepción por el objeto de piedra que estaba en el suelo —el metate— que les resultaba vagamente familiar pero cuyo nombre y funciones ignoraban por completo. “Me acuerdo que tu abuelita tenía uno en la casa” le dijo una madre a su hija, “pero no sé para qué servía”.
La escena fue alarmante: nos permitió comprender que, en una sola generación, la cultura de nuestro país se ha perdido considerablemente. A cambio, los mexicanos hemos aprendido a distinguir una Coca de una Pepsi, un yogurt light de otro deslactosado. No podemos decir que nuestra visita al museo haya sido inútil. Al contrario, fue toda una revelación del tipo de sociedad en el que vivimos y de lo que está ocurriendo con México. Salimos de ahí agotados pero con la certeza de haber aprendido algo importante.
(GUADALUPE NETTEL / [email protected])