Entre las tenazas de un frío desalmado, buscaba en Polonia un vestigio de mis antepasados. “I tylko po polsku”, me decían sus habitantes. Con esa frase (“sólo hablo polaco”) se elevaba ante quien tenía enfrente un muro insalvable.
Perdido bajo chimeneas humeantes, caras enrojecidas por el vodka, seres taciturnos vagando en las tristes calles de la provincia de Lublin, pensé que la última opción era ir al cementerio. Las lápidas contarían retazos de la historia de mi familia judía asesinada en el Holocausto.
Desdoblé un mapa y mi dedo índice apuntó a la calle Nowa: “Cmentarz Żydowski” (cementerio judío), leí. Pero al llegar al cementerio sólo vi un gran descampado completamente vacío. Desconcertado, detecté una placa explicativa: “El cementerio judío fue destruido en la Segunda Guerra Mundial”, informaba y luego supe más: al irrumpir en Polonia, los nazis demolieron y sacaron las lápidas para que los judíos no pudieran llorar a sus muertos, honrar su memoria, visitarlos. Con su sadismo lograron que bajo tierra hubiese esqueletos sin identidad, que los huesos sin nombre impidieran recuperar la historia de esas mujeres, hombres y niños, de ese pueblo soterrado.
En México nos vamos enterando que nuestro territorio es un inmenso campo minado de secretos agujeros repletos de gente y cubiertos por tierra: las fosas clandestinas.
Hace 75 años, la culpa de las multitudes anónimas sepultadas en fosas comunes era el criminal odio nazi contra un pueblo. Hoy, cientos, o quizá miles de personas que podrían ser tus hijos o los míos se descomponen en este instante bajo tierra, son arrojados a esos huecos en forma de amasijos de músculo, sangre y huesos, como ganado y no personas cuya desaparición es el drama de un país.
Para que las fosas existieran, en la Europa de los años 40 los soldados nazis necesitaban el aval de su gobierno: el Tercer Reich. Ahora, a las fosas clandestinas las avala un gobierno elegido democráticamente. Es decir, para que existan esas fosas necesitas un gobierno que te permita seleccionar a tus víctimas, que te permita secuestrarlas, que te permita matarlas (y si te apetece arrancarles la cara y los ojos), que te permita elegir el paraje donde cavarás la fosa, que te permita viajar con los cadáveres a ese paraje, que te permita cavar la fosa, que te permita arrojar los cuerpos, que te permita cubrirlos de tierra y que después te permita gozar la libertad aunque seas un asesino. Si eres político y tú mismo ejecutas lo anterior, se simplifica el mecanismo de muerte.
Como en aquella Europa engendrada hace 75 años llena de fosas comunes, en nuestro país tampoco podremos honrar a nuestros muertos. En el 2014 sólo se necesita un gobierno que permita todos y cada uno de los pasos de ese mecanismo de muerte para que México tenga su propio Holocausto.
(Aníbal Santiago / @apsantiago)