Dicen los budistas —pero también muchos indígenas de nuestro país— que después de la muerte, la conciencia tarda cuarenta y nueve días en irse de este mundo. Hace exactamente ese número de días que mi padre dejó este mundo y hoy quiero escribir sobre él a manera de homenaje.
Nació en 1938 y fue el séptimo hijo de diez hermanos. Desde niño se desempeñó como un estudiante ejemplar pero una vez fuera de la escuela, hacía travesuras de dimensión considerable. Una de esas tardes, la gasolinera donde jugaba se incendió y su cuerpo, de apenas doce años, ardió en llamas dejándolo al borde de la muerte. Tuvo que pasar meses internado en un hospital antes de recuperarse. Para ayudar a sus padres, comenzó a trabajar en un banco antes de cumplir los dieciocho. Las cosas iban bien ahí pero el cargo le quedaba pequeño. Pronto se dio cuenta de que si deseaba avanzar profesionalmente, debía continuar sus estudios.
Estudió la Preparatoria nacional y más tarde actuaría en la Facultad de ciencias en la UNAM, en el turno vespertino. Su empleo en el Banco de México le sirvió para avanzar en sus estudios: nadie lo aventajaba en cálculo y en aritmética. Además, dio clases de matemáticas en una institución llamada el Colegio Motolinía. Fue allí donde conoció a mi madre con quien se casó el año en que ésta salió de la preparatoria. Tuvieron dos hijos. Yo fui la primogénita.
Para sostener a su familia —a la de origen y a aquella que había constituido— mi padre se incorporó al ámbito de los seguros. Muy pronto avanzó en ese medio con la misma brillantez que había demostrado en la universidad y empezó a formar un capital importante. Llegó a fundar su propia compañía y se hizo de varios talleres mecánicos.
Yo lo recuerdo como un padre amoroso y divertido, capaz de estallar en cólera y de serenarse por completo a los veinte minutos. Conmigo era extremadamente respetuoso y a la vez atento a mi desarrollo. Tenía mucha admiración en el sistema Montessori a quien confió la formación de sus hijos. Solía contarnos historias espeluznantes y a la vez comiquísimas. A él le debo el sentido del humor negro que caracteriza mis libros. Le gustaban las canciones como “Bodas negras” de Jaramillo, “Sinforosa” o “Gori Gori muerto”…Era un buen ajedrecista, era un buen corredor y un lector aficionado a la filosofía, especialmente a la obra de Heidegger y de Husserl. En medio de su época de bonanza, hizo una terapia de diez años con Marta Saslavski y, deslumbrado por esta ciencia, estudio la carrera en el Circulo Psicoanalítico de México que ejerció durante un tiempo.En 1984, después de un revés del destino en los negocios, fue acusado de desvío de fondos y condenado injustamente a prisión. Para sentir que hacía algo útil de su tiempo, mi padre volvió a la docencia. Enseñaba matemáticas pero también filosofía a los presos.
Aunque le hubiera servido para remontar sus dificultades económicas, al salir no quiso volver a ser terapeuta porque según él carecía de la estabilidad emocional que requiere ocuparse de los otros. Pero se ocupó de mí que en ese entonces tenía 16 años y nunca dejó de hacerlo. Volvió al mundo de los cálculos estadísticos sin cesar de actualizarse como profesionista. A los sesenta años, conoció a quien se convertiría en su segunda mujer y con quien vivió enamorado el resto de su vida.
En el mes de abril de este año, le diagnosticaron un cáncer de vejiga muy avanzado. Su actitud ante la muerte fue de lo más estoico. Enfrentó cada etapa de su enfermedad con total lucidez y entereza. Su trabajo era para él una mística y siguió desempeñándolo hasta el último momento. La cercanía de la muerte nos obliga siempre a preguntarnos por el escurridizo sentido de la vida. Mi padre pensaba que éste consistía en convertirnos en mejores personas y en hacer el bien a los demás. En ese sentido, cumplió cabalmente con su sueño.