Las madres centroamericanas salieron sin novedades de su recorrido anual por el penal. Al último minuto, un guardia echó un vistazo a las fotografías de los hijos desaparecidos en México que ellas llevan siempre como cartel, encima del corazón.
“Yo a éste lo conozco”, dijo él, y llamó a otros colegas para que lo ayudaran a hacer memoria. Y sí dieron con él.
Carlos Humberto, el hondureño desaparecido, hijo de doña Juana Oliva, llevaba seis años encerrado en una cárcel defeña. No supo nunca cómo comunicarse a casa (la pérdida de contacto tiene formas tan banales como un cambio de número telefónico o la pérdida del celular donde estaba anotado).
Ese mismo día, madre e hijo se fundieron en el abrazo más largo de sus vidas. El ya no estaba solo. Ella ya había encontrado al que tenía perdido. Eso ocurrió el año pasado.
Este año, durante el paso de la misma caravana de madres huérfanas de hijos, otra mamá en búsqueda de su hijo pasó a la cárcel a cumplir el encargo de doña Juana: Darle un abrazo al hijo. El abrazo más esperado del año. La energía con la que podía dotar de electricidad toda una noche.
Como cada año, las madres recorrieron los lugares donde buscan a sus migrantes. Cerca del DF en las cárceles, los cementerios, los centros de enganchamiento o de trata (Lechería, Huehuetoca, Tultitlán, La Merced) y a visitar a otra madre a la Basílica de Guadalupe.
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La mujer camina distraída por Avenida Reforma mientras va escribiendo un mensaje en el celular. Tropieza, el celular vuela y cae dentro una rejilla hasta un depósito de almacenamiento de agua bajo el suelo. Los trabajadores de limpieza del edificio se acercan preocupados. Dan ideas de cómo recuperar el aparato.
“Ni modo”, dice ella. “Pero ahí están sus contactos”, insiste uno.
Alguien corre al vecino esqueleto de hierro que será un edificio. El encargado de la obra y sus muchachos aparecen con una escalera kilométrica; abren la rejilla de la alcantarilla. Ella baja entre las aguas. Desde arriba la guían hasta que pesca el celular. Todos se felicitan. Solidaridad espontánea.
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La semana pasada se hizo un “Encuentro de imprentas desobedientes”, donde se juntaron editores que ven las imprentas como espacios de transformación y lucha. Para financiar sus propias publicaciones rebeldes, algunos artistas estos días realizan su propio bazar afuera de sus casas, donde cuelgan ropa usada en buen estado y tendederos de fotos, grabados, pósters y publicaciones que han creado.
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Un día los vecinos de La Alameda de Santa María se organizaron para vestir con suéter a los perros callejeros para que soporten el invierno. La comunidad estaba preocupada porque El Capitán, el veterano de pelo amarillento áspero que consideran dueño de esa plaza donde la gente ama a los perros, ya no llevaba su suéter a cuadros escoceses; andaba desnudo. Una vecina los tranquilizó: ella lo tenía en su casa: se lo quitó para lavarlo.