No cabe duda de que el tiempo es inclemente con algunos oficios. Entre la obsesión por el desarrollo tecnológico y la voracidad de las grandes corporaciones que parecen empeñadas en dilapidar todo esfuerzo independiente y local, son pocos los que pueden sentir que la actividad que realizan para sobrevivir tiene un lugar asegurado en el futuro.
Uno de los oficios que parece peligrar en el futuro inmediato es el del escritor. En nuestro país no es una circunstancia nueva: pocos son aquellos que logran vivir de lo que escriben. La inmensa mayoría de los escritores que yo conozco viven de algún tipo de mecenazgo (privado o público) o tienen otro trabajo y escriben en sus “tiempos libres”. Pero en otros países con índices de lectura muy superiores e industrias editoriales mucho más potentes éste es un fenómeno relativamente nuevo.
Un artículo publicado hace unos días en el periódico inglés The Guardian muestra cómo el ingreso promedio de un escritor (se estima que hay 2,500 profesionales de la escritura en el Reino Unido) es de 11 mil libras anuales (unos 20,600 pesos mensuales) lo cual implica un retroceso de 29% con respecto al último censo del tipo realizado en el 2005 (la caída sería aún mayor si consideramos la inflación). La Fundación británica Joseph Rowntree ha fijado en 16,850 libras el salario mínimo para tener condiciones de vida mínimamente aceptables en ese país donde los salarios y el costo de vida son mucho más elevados que en México. En el Reino Unido, el porcentaje de escritores que viven únicamente de lo que escriben descendió de 40% en 2005 a 11% en el 2013.
Parece haber una tendencia irreversible en la preferencia del público lector hacia las lecturas sencillas y superficiales. Esto baja los estándares de calidad requeridos para ser un “escritor”.
Los escritores que aspiran a aproximarse al oficio como antaño (como un arte complejo e increíblemente demandante), encuentran cada vez menos espacios remunerados. Encima otro problema: las marcas han encontrado una manera de prescindir de los medios tradicionales generando directamente sus propios contenidos con poco o nulo sentido editorial y estándares de calidad dudosos por decir lo menos. Sin un criterio o un mínimo rigor editorial, cualquier persona medianamente solvente en el manejo de sus ideas que logre sumar fuerzas con el corrector de estilo de Word puede ocupar los espacios que le corresponden a los escritores.
Estoy consciente de que es difícil definir quién puede calificar como escritor y estoy aún más consciente de la oportunidad que representan los medios electrónicos para diversificar la oferta y romper los cercos editoriales que se construían alrededor de los medios tradicionales. Pero mientras las discusiones suelen exaltar las bondades “democráticas” (palabra que se ha transformado en un adjetivo tan utilizado que ha perdido ya todo sentido) de los medios electrónicos, soslayamos las implicaciones de asfixiar los esfuerzos dedicados y profesionales por escribir con sentido, dirección, profundidad, inteligencia, soltura y otros tantos rasgos asociados a lo que se solía entender por escritura.
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