Por esta ocasión mencionaré en este espacio la noticia de la publicación de mi nuevo libro, invocando esa idea de que cuando se escribe una columna semanal se dialoga con un cierto grupo de lectores.
Como reportero he tratado de establecer una agenda propia de cobertura sobre la situación de conflicto que padece el país desde el inicio del siglo XXI. En mi primer libro sobre la guerra contra las drogas (El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco. Grijalbo, 2009) intenté explorar las causas de ésta, mientras que en el segundo (La guerra de los zetas. Viaje por la frontera de la necropolítica, Grijalbo, 2012)) busqué narrar las devastadoras consecuencias sociales, culturales y económicas de esta perversa estrategia en el noreste de México.
En el nuevo trabajo que empezará a circular esta semana enfoqué mi mirada en la responsabilidad de Estados Unidos en esta problemática de nuestro país, desde el punto de vista de las víctimas. La manera de hacerlo fue relatando las historias de un grupo de mexicanos a los que acompañé cuando cruzaron al otro lado y realizaron entre agosto y septiembre de 2012 un viaje que imaginó el poeta Javier Sicilia: entre 26 pueblos y ciudades de Los Ángeles a Washington, estos viajeros contaron sus historias y denunciaron la hipocresía de la política antidrogas estadounidense.
El libro Contra Estados Unidos. Crónicas desamparadas (Almadía, 2014) busca reivindicar la hazaña de aquellos caravaneros mexicanos, así como ampliar nuestro enfoque sobre la situación que estamos padeciendo.
Lo que pasa en Guerrero es una nueva muestra del descaro con el que suele conducirse el gobierno estadounidense. Es injustificable que hasta el día de hoy no exista un pronunciamiento enérgico de condena a lo sucedido por parte del Departamento de Estado ni de otra instancia del gobierno de Barack Obama ante un hecho de terror como el que significa que 43 estudiantes críticos de un gobierno hayan sido secuestrados y desaparecidos por policías acreditados oficialmente.
Por el contrario, en estos días, altos funcionarios de la Embajada estadounidense en México han buscado y sostenido reuniones privadas con políticos, activistas y periodistas para hacer dos preguntas: ¿Hasta qué nivel creen que participó el Estado mexicano en la masacre de Iguala? y ¿es posible que haya un movimiento subversivo a partir de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa?
El gobierno estadounidense actúa de esta forma medrosa y calculadora ante el difícil momento que vive el país, porque pone por delante el factor económico que representan los proyectos de explotación de recursos naturales que se avecinan luego de las reformas hechas al vapor por el actual Congreso. Le cuesta abordar el tema de Derechos Humanos con uno de sus principales socios comerciales, porque quizá le interesa que aquí prevalezca el caos.
Una pregunta que también deberían hacer los diplomáticos estadounidenses en sus consultas privadas es ¿por qué la inteligencia mexicana no detectó la situación de Guerrero? La respuesta es porque durante el anterior gobierno de Felipe Calderón, las áreas de inteligencia mexicanas fueron casi desmanteladas de manera deliberada, para trabajar solamente con inteligencia proveída por los agentes y mandos estadounidenses.
Y la lista de actos de corresponsabilidad que tiene Estados Unidos ante la grave situación que vive México es mucho más larga.
Por eso resulta ominoso su silencio ante la masacre de Iguala.