Hace unos días, la prensa nos comunicó que Juan Sandoval, el exarzobispo de Guadalajara y cardenal en el retiro, coordinó un magno exorcismo. Su finalidad era, ni más ni menos, que el chamuco abandone el país, al que entró, según el prelado, gracias a la ley que permite el aborto en la Ciudad de México. Vaya: el Maligno esperaba cualquier rendija, pero los miles de homicidios que se han registrado en el país en los años recientes no le bastaron. Tampoco el abuso contra niños ni los feminicidios rampantes. No: el patas de cabra sólo “entra” a un país por la vía del aborto. ¿Por qué? Porque así lo dictamina don Juan y quién es uno para decirle a ese señor qué cosas le dictan o no sus amigos imaginarios.
Como no soy creyente, siempre he considerado que las religiones se parecen a los clubes privados. Dentro de los límites de su membresía, un club puede hacer más o menos lo que quiera. En este caso, supongo que los católicos fervientes pueden estar en desacuerdo con el aborto o con el matrimonio entre personas del mismo sexo y sus jerarcas pueden aspirar a no ser obligados por el Estado a oficiar misas o a darles hostias a quienes no quieran. Pero al revés no funciona. Los clubes privados no pueden imponerles sus normas al resto de la sociedad, comenzando por quienes no son sus socios. Si alguien me dice que los viernes tengo que vestir guayabera porque son los Viernes Informales del club de Búfalos Mojados, le cierro la puerta en las narices. La Iglesia no es quién para venir a imponerles a los ciudadanos (vía autoridades mochas y ultamontanas) qué es lo que deben hacer con sus deseos sexuales o su salud.
Pasa esto: que la jerarquía de la Iglesia mexicana se opone a que los ciudadanos tengan igualdad de derechos ante la ley. Y las razones que da para ello pertenecen al reino de lo imaginario. Perdón, pero decir “a Dios no le gusta”, para la ley tiene que ser como decir “a Godzilla no le gusta”. Y a nadie se le pueden negar derechos por lo que opine un fantástico reptil gigante. Aunque se escame.