La tarde del 7 de octubre de 1992, el presidente George Bush abrazó a Carlos Salinas en el hotel Plaza San Antonio, en el ocaso de las negociaciones del TLC.
–Confío que el acuerdo tendrá suficiente fuerza para pasar en el Congreso –exclamó Bush–.
–Agradezco su voluntad política, señor presidente –respondió Salinas, de acuerdo con un memorándum desclasificado por la Casa Blanca–. Estamos listos para firmar en diciembre.
–Quiero hacerlo cuanto antes –añadió Bush–.
–Pero hay algo más –dijo Salinas–. La relación bilateral se encuentra bien, excepto por el caso del doctor Álvarez Machain (médico acusado de participar en la tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique ‘Kiki’ Camarena). Sabemos que sus fiscales están preparando listas de testigos mexicanos, gente del gobierno, incluyendo candidatos. Eso puede dañar nuestras relaciones.
Salinas, quizá el más inteligente y perverso de los presidentes mexicanos, había decidido arrastrar un elefante a la mitad de la habitación, en una celebración con el presidente de Estados Unidos, una demostración de su enorme poderío en uno de los momentos de ensueño del PRI todo poderoso.
Dos décadas después, esta anécdota cobra sentido: el presidente Enrique Peña, uno de los presidentes que más expectativas despertó en el mundo en tiempos recientes, llega a las elecciones intermedias en el peor momento de su gobierno, acompañado por el PRI, que vive también una de las épocas más críticas de su historia, con el cuerpo metido hasta las rodillas en un fango de corrupción, impunidad y ausencia de credibilidad.
En los 90, después del fraude del 88, Salinas se echó el partido al hombro y con una serie de reformas audaces lo llevó a arrasar en las elecciones del 91. Después todo se derrumbó, pero esa es otra historia.
A unos días de las elecciones, si Peña decidiera echarse el PRI a los hombros, no podría cargarlo. Un presidente está llamado a ser un activo de su partido, como lo fue Salinas (o la ilusión del salinismo). Pero Peña no es Salinas, ni este país y la sociedad se parecen a lo que fueron en aquellos años.
Peña ya es uno de los presidentes más erráticos en la historia del priismo. Disminuida su capacidad de gobernar ante la barbarie de Ayotzinapa, atropellada su credibilidad frente al escándalo de la Casa Blanca y elevada al cielo la impunidad institucional en los casos de Tlatlaya, Apatzingán y ahora Tanhuato, la figura presidencial parece más frágil que nunca.
A unos días de las elecciones, a diferencia de Salinas, Echeverría y López Portillo, a Peña no se le ve entregando obras ni pronunciando grandes discursos, y en donde lo hace, comete pifias y hunde más a su gobierno y su partido.
De modo que más que en Peña y en el PRI, la moneda está en manos de la sociedad. Como hace mucho tiempo no sucedía, en el país corre un fuerte viento antipriista. Puede ser que la casa de los 7 millones de dólares y las matanzas donde militares y policías federales son los principales sospechosos, terminen por pesar en el ánimo de los electores.
Y que Peña sea recordado como el presidente que justo a la mitad de su gobierno, salió con su domingo siete.
( Wilbert Torre)