“Mira, es un horno solar”, me enseñó mi hija desde el asiento de atrás. Por el retrovisor vi un artefacto creado en su curso de verano con una caja de pizza, popotes y bolsas. “Buenísimo, al rato lo probamos”, le dije.
Se puso la luz verde en Eje 7 y arranqué. Sólo pude avanzar 10 metros: en el cruce con Gabriel Mancera alcancé a detectar a mi izquierda la rauda sombra de un auto que, pasándose la roja, quería ganarme el paso. Amarré el freno y el otro conductor también. Rechinaron las llantas. Inmóviles, los cofres quedaron a punto de besarse.
Al asomarme para encarar al valiente vi en el asiento trasero a una joven –su pareja, creo- con un bebé en brazos. Entonces lo miré a él: antes del partido ante Panamá portaba el fluorescente jersey verde original Adidas. No hice referencia a su criminal osadía: “¿No te da pena tu pinche playera del Tri?”, fue el peor insulto de mi catálogo.
Me observó extrañado en silencio y torcimos el volante rumbo a nuestros destinos.
Desde que dejó el mando La Volpe, adorado arquero de mi niñez azulgrana, se desvanece mi amor por la Selección. Pero se volvió un andrajo cuando Miguel Herrera, un atlantista que yo quería, apoyó al Partido Verde junto a sus futbolistas comparsa. No les pedimos ser maestros de Oxford pero sí que procuren razonar a su país.
Pese a esa desilusión prendí el miércoles la TV esperanzado en una reconciliación, como quien dialoga en calma con su pareja para evitar el último adiós.
Primero vino el codazo de Vela que merecía roja. Luego la expulsión a Tejada por un manazo sin saña. Después la noble y épica lucha panameña con un hombre menos, antípoda de 70 minutos de un juego mexicano de espanto. A tres minutos del final, Román Torres puntea la bola en el área, cae, sus brazos giran como el hombre que busca aire bajo una ola asesina. Amaga ponerse de pie pero se derrumba sin remedio otra vez. El balón, una mina terrestre, impacta su costado. A gatas, el náufrago rehuye el engaño: quiere ganar la pelota a ley, sin que la toquen sus brazos. Nada sirve, suena el silbato: el juez condena al inocente, con trampa arruina al débil.
Penalti y gol en un estadio sin euforia, mudo: “La gente entendió lo que está pasando”, explicó en la transmisión Jorge Campos con sabiduría (sí).
Ni los federativos ni El Piojo ni el plantel acordaron fallar un penal increíblemente injusto. Nuestra figura, Guardado, tampoco se atrevió a mandar la pelota al diablo.
“¿Pensaste echarlo fuera?”, preguntó el reportero “Warrior” al futbolista. Guardado dijo: “Por un momento sí”.
Si obedecía a ese “momento” y pateaba a cualquier lado, la Selección se ganaba la inmortalidad. Pero fue gol y la inmortalidad se esfumó. Jugaremos la Final más triste y nada significará ganarla.
A todo México le dolió su propia victoria. Será que el país no quería repetir la fórmula que lo ha devastado: la trampa.
(Aníbal Santiago)