Quién sabe a quién se le ocurrió escribir que una atractiva mujer era la jefa de unos pistoleros reclutados en el infierno, pero de pronto el nombre de Claudia Ochoa Félix se escuchó hasta Japón. Los medios mexicanos y extranjeros dijeron más o menos lo mismo que se decía en las redes sociales: que Claudia era una especie de femme fatale que manejaba a su antojo a los Ántrax (uno de los grupos de pistoleros que tienen el Cártel de Sinaloa), que disparaba los cuernos de chivo con la misma facilidad que uno escupe y mostraron fotografías de ella ora con un rifle en las manos, ora al lado de un tigre cachorro, ora en bikini y ora en todo lo que nos convenciera de que la mujer era una cabrona.
En esos días en que Claudia era más famosa que Camelia la Texana, me encontré en Tijuana a Javier Valdez, un ducho reportero y amigo que me he concedido como hermano en esta vida. Él trabaja para Riodoce, un semanario que hace periodismo en la cueva del lobo: Culiacán, la misma ciudad donde vive Claudia. Por eso le pregunté qué sabía de la mujer. Me contó que en Riodoce ya habían hecho el trabajo que uno debe hacer en este oficio: desconfiar y preguntar. Su conclusión fue la misma que tres días después publicó Riodoce: la noticia que le estaba dando vueltas al mundo era falsa: Claudia solo conoce a tipos del cártel, pero eso, aunque se quiera, no es delito ni, como la presentaron, es nota.
Una historia similar, de noticias falsas, de periodismo alterado o como le quieran llamar, sucedió en octubre de 2007, aquí en DF:
José Luis Calva Zepeda fue arrestado por el homicidio de su novia. El entonces fiscal de homicidios, Gustavo Salas, les contó a los reporteros que José Luis había comido pedazos del cadáver. De un día para otro, a José Luis le arrebataron el nombre y comenzaron a llamarle el Caníbal de la Guerrero o el Caníbal Poeta. No faltó el que lo comparó con Hannibal Lecter. Recuerdo haber ido con Salas a preguntarle sobre la vida de José Luis, pero como ya no sabía más de lo que había declarado, me mandó con el comandante que le tocó la investigación. El comandante resultó ser un buen amigo. Moneda. Se llamaba Hugo Moneda. Con su estilo me dijo: “Este güey nomás es un pinche naco asesino; caníbal, mis güevos”.
La historia fue ésta: José Luis descuartizó a su novia, la metió al refrigerador, pasó todo un día pensando cómo deshacerse del cadáver hasta que se le ocurrió comérsela. Cortó diez, quince centímetros del brazo, lo guisó en aceite, le puso limón y salsa Valentina y, en cuanto lo mordió, lo escupió. Cuando volví a ver a Salas y le conté lo que había investigado Moneda, me dijo lavándose las manos: “Pos sí, pero ya ves cómo son los medios de escandalosos”. José Luis murió en el reclusorio dos meses después. Oficialmente se suicidó, pero la leyenda dice que lo mataron. En los códigos de la cárcel está bien asesinar, pero no comerse a las personas.
Si queremos que la gente crea en los medios, en nosotros, no nos haría daño aceptar que, por generar productos periodísticos desde las redes sociales o desde la especulación o la indagación básica, la cagamos y nunca hay una disculpa pública.
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