El periodismo es un puente que se eleva para alcanzar la otra orilla y ver qué ocurre, un faro que aluza donde nadie ve y un gato que acecha un callejón prohibido. Un terco que hace la misma pregunta, un mago sin suerte y una persistencia infinita; un lobo indomable, un perro que acompaña a un viejo olvidado y unos pies que caminan para saber más.
Sin ese periodismo no hubiéramos conocido que el Ejército disparó en Tlatelolco 1968, que los militares cometieron actos atroces en Argentina, que las fuerzas de Pinochet desaparecieron a miles, que Nixon espiaba a sus rivales; que Obama mintió en la cacería de Osama Bin Laden, que durante décadas el PRI hurtó elecciones como un niño roba dulces, y que un dictador de Liberia presumía de beber la sangre de sus enemigos.
Unas semanas atrás, Ricardo Alemán escribió que le resultaba “vulgar, ofensivo y vergonzoso que un grupo de periodistas exigiera al gobierno un trato de privilegio e impunidad, ante una sociedad relegada a segunda clase”. Se refería a una carta suscrita por 500 reporteros y escritores solicitando al presidente Enrique Peña una investigación a fondo del asesinato de Rubén Espinosa, un fotógrafo que ocupó el funesto número 14 en la lista de periodistas asesinados en los últimos tres años, cuyo trabajo tuvo como epicentro el estado de Veracruz.
¿Trato de impunidad? No. ¿Qué pierde la sociedad cuando un periodista independiente muere?
Pierde el derecho a saber, porque alguien atenta contra el derecho de las personas a conocer lo que un gobierno no informa en las gacetas pagadas. Porque cuando un reportero independiente muere, hay una luz menos alumbrando la oscuridad y se desvanece la posibilidad de saber qué pasará en las dictaduras, abusos del poder y matanzas del porvenir.
Hace años que escuchamos que los diarios están a punto de morir devorados por el periodismo 2.0. El anuncio ha resultado falso: el viejo periodismo agoniza acosado por un nuevo periodismo que cercado por el régimen y los intereses de los propietarios de los medios, camina lerdo, pregunta poco, cuestiona menos y como un caballo con anteojeras, mira en una sola dirección.
El periodismo cercano a la sociedad agoniza asfixiado por los bajos salarios y el acecho del poder. Como ejemplo del periodismo que está amenazado, cabe una pregunta a los periodistas que defienden la verdad histórica:
¿Si Ayotzinapa hubiera sido Tlatelolco 1968, hubieran creído en el Ejército y la versión oficial?
Esos periodistas, hoy voceros del gobierno, años atrás no se quedaron callados y en Unomásuno, La Jornada y Proceso, decidieron hacer periodismo: cuestionar, escarbar, investigar.
¿Cuestionar representa hacer periodismo ideológico?
Poner en duda la versión oficial, y que un año después el secretario de Gobernación admita que el Ejército y la Policía Federal conocieron en tiempo real lo que ocurría en Ayotzinapa, no es más que hacer periodismo clásico, lógico y básico.
El periodismo que en México está en extinción.