Tres perritos se reunieron a tomar café en la Condesa y aprovecharon para sacar a sus dueños a pasear. Los perros y perras piensan que así sus humanos se separarán por un instante de los monitores y se olerán las colitas, pero olvidan que ellos siempre llevan sus pequeñas máquinas maravillosas e inteligentes que han logrado al fin que la compañía se parezca cada vez más a la soledad.
–¡Arf! –Exclamó Chelsea, una vieja perra aristócrata con peinado de salón–, ¿Supieron que César Millán, el encantador de perros estuvo en México?
–Pues a mí no me encanta en absoluto ese tipín –dijo Lady Güa Güa, una chihuahua muy coqueta–, nada que ver con el Piojo Herrera, ese sí es guapo, me recuerda a un Pitbull con el que salía, nada más que mi Pitbull no estaba panzón, tenía un abdomen de lavadero como el de Humberto Moreira que, por cierto, también se parece mucho a un perro con el que salí, jiji, ¡Oops!
La charla de las perras hizo que Churchill ladrara. Él, un Yorkshire intelectual ataviado con un ridículo suéter de grecas, no soportaba la frivolidad de sus compañeras pero las toleraba porque sus dueños eran amigos, o por lo menos se juntaban de vez en cuando a sacar a sus perros, tomar café y a mandar mensajes de whatsapp a otros amigos que deseaban ver más que a los que tenían enfrente.
–¡Deberían estar preocupadas por el aumento a la comida para mascotas, por los recurrentes perricidios, por el recorte a la cultura!
–¿El recorte a la cultura a nosotros, qué? –espetó Chelsea, –¡somos perros!–
–¿A nosotros qué?, si de por sí están gueyes nuestros dueños, si recortan la cultura lo van a estar más y no van a tener dinero para traernos a tomar capuchinos al Parque México. Más bien yo diría: ¿César Millán y el Piojo Herrera, qué? –gruñó Churchill–.
–Bueno –aulló Lady Güa Güa–, uno entrena perros y el otro futbolistas, ¿no debe ser muy diferente, o sí?
Se hizo un incómodo silencio en la mesa. Los humanos tampoco hablaban porque escribían mensajes en sus teléfonos inteligentes. Por la banqueta cruzó una estopa con patas que les ladró a las perras piropos procaces.
–¡Cerdo libidinoso! –estalló Chelsea.
–Me pregunto cuántos “Piojos Herrera” habitan en ese pobre perro –señaló Churchill sardónicamente–.
El perro callejero escuchó el comentario de Churchill y detuvo su marcha. Churchill se meó un poco del susto pero mantuvo su semblante incólume. El perro callejero se acercó y le dijo: “Sin duda tengo más pulgas que tu madre, perrito intelectual, pero mírate, ¡eres patético! ¡Mira tu estúpido suéter, ¿en qué momento se volvieron en el accesorio favorito de estos tipos? Me dan pena. Yo no tengo correa ni amo que me ladre. Ustedes toman capuchinos, yo sigo viviendo en una escena perpetua de Los Olvidados de Buñuel. Y me largo a buscar sexo casual en la calle. Que tengan un buen fin. ¡No a la privatización! ¡Guau!
Lady Güa Güa fue la primera en manifestarse tras el emotivo discurso de la estopa.
— Viéndolo bien, no estaba tan feo el perrucho ese.
–Por favor –gruñó Churchill, ese Diógenes región cuatro es más feo que pegarle a Dios.
–Ese perro sí que necesita a César Millán –dijo Chelsea–, lo malo es que el encantador de perros acaba de confesar que él realmente no entrena perros.
–¿Entonces qué entrena? –preguntó Lady Güa Güa–.
–Entrena humanos –respondió Chelsea–.
Los tres perritos no pararon de reír el resto de la tarde.
(FERNANDO RIVERA CALDERÓN / @monocordio)