Estoy en La Habana, donde este enero de 2014 se celebran 55 años del triunfo de una de las principales epopeyas en la historia de Latinoamérica, pero yo voy al Zoológico Nacional de Cuba, ubicado a no demasiados kilómetros de la Plaza de la Revolución, en la que hay unas imágenes monumentales de Camilo Cienfuegos y Ernesto “El Che” Guevara, los guerrilleros que acompañaron a los hermanos Castro en una aventura que aún no termina. Todos los cubanos a los que les he dicho que vendría al Zoológico, han tratado de disuadirme: – “¿Al zoológico? Hace mucho tiempo que no va un turista para allá. Mejor ir al Tropicana o al Floridita”. – “Los leones están como nosotros los cubanos: muriéndose de hambre y el elefante que quedaba se acaba de morir de lo mismo”. – “¡Coño! Sólo hay unos monos y ten cuidado porque si te acercas mucho, te comen”. – “Los únicos animales gordos del zoológico son los venados de piedra que están a la entrada”. – “Ahí hay tanta hambre que hasta las hienas son vegetarianas”. El Zoológico Nacional de Cuba está en la avenida 26, por el cementerio chino, frente a la estación de autobuses Villazul. En realidad he venido a investigar algo que he oído en “la bola” que es como los cubanos llaman a los rumores que recorren la isla y que, ante la falta de información, suelen darse como hechos. Aunque he estado en varias ocasiones en La Habana, por primera vez puse atención en que la gente no tenía el afán condechi, vamos ni siquiera la costumbre, de pasear por las calles con sus perros. Así como tampoco se dejaban ver perros vagabundos en las calamitosas calles del centro de la ciudad. ¿Por qué? Esa pregunta me hizo lanzarme el Zoológico Nacional de Cuba. Antes de ir, en una semana recorrí La Habana de esquina a esquina, a través de una decena de barrios y nunca vi a alguien paseando a su perro. Tampoco encontré (afortunadamente) spa’s para perros ni hoteles para perros ni vainas por el estilo. Mi único hallazgo casual fue en la víspera de año nuevo, cuando topé a un viejo sentado en su mecedora bebiendo ron y acariciando a un dálmata que parecía estar tan borracho como él. Luego conocí a Nelson, un trabajador de Centro Habana, que tiene tres perras salchicha a las que no ha paseado nunca. La mayor se llama Lucy y la compró en el año 2000 en el equivalente a 15 euros. Lucy ahora está casi ciega y sin dientes, pero procreó varias crías, dos de ellas son sus otras compañeras en la azotea de la casa. Ni Lucy ni sus perritas han bajado nunca de ahí. No conocen la calle. En otra de las noches de este inicio de año, frente a la Catedral, desde una callecita contigua, apareció entre la penumbra una mujer vestida impecablemente de blanco, una dama que caminaba en círculos, lentamente, con dos perros que se le despegaban muy poco. Esa es la única persona que he visto pasear de forma deliberada sus mascotas, aunque quizá aquello era también una de las protestas silenciosas que hacen ciertas mujeres, esposas de presos, en contra del gobierno. No lo sé. Lo que si sé que es ninguno de los dos perros de la dama de blanco era comunista, aunque uno era salchicha, de nombre Niño, y otro negro y sin raza, se llamaba Madadán. La dueña de los perros se llama Adelaida. Muy cerca del lugar de esa aparición, junto a la única estatua de un Sancho Panza cubano, hay una espiritifláutica vendedora de perros que ofrece sus animales entre los sones de los cafés de la calle Obispo. A uno de los cachorros que vende, el huskie, lo ofrece como “lobo”. Esta raza rusa, junto con el pekinés y el salchicha, son las que predominan en La Habana. Lo que en el capitalismo del Distrito Federal equivaldría a un perro Pug, en el comunismo de La Habana es un pekinés; y lo que en el capitalismo de Monterrey sería un french poddle, en el comunismo de La Habana es un perro salchicha. Y el perro de moda aquí -pese a la devoción por el reggaetón- no es el pitbull: es el huskie siberiano. (Aquí es cuando debo reconocer que los perros huskie siberianos me parecen tan aburridos como ver caer la nieve). Pero lo que escuché en “la bola” e hizo que me animara a visitar el Zoológico Nacional de Cuba fue otra cosa. Una noche conversé con un par de muchachos metidos hasta dentro en el mundo habanero de las peleas de perros, donde el animal campeón se llama Roco (seis peleas ganadas), producto de una extraña mezcla entre pitbull y doberman. Estos muchachos acababan de ganar algo de dinero apostando en El Pinar, una comunidad de las afueras de la capital donde el 31 de diciembre de 2013 hubo uno de estos eventos clandestinos en los que las fieras pelean hasta la muerte. Uno de ellos me aseguró con voz de sociólogo de Berkeley que no había perros callejeros en La Habana porque todos eran recogidos y llevados al Zoológico para alimentar al león en cautiverio. En ese momento me sentí parte de un cuento de Pedro Juan Gutiérrez, en el que un trabajador de limpia es contratado para subir a locos y mendigos de La Habana a un camión de aparatos electrónicos que después los desaparece de la ciudad. Por eso, para evitar que esta crónica terminara siendo un cuento sucio cubano, decidí venir al zoológico a ver al león con mis propios ojos y preguntar por el tipo de alimentación que recibía. Casi al llegar, el veloz cocotaxista que me trajo alimentó mi suspense: “No es que capturen a los perros y los maten para el león. Lo que hacen es llevarlos a la perrera, sacrificarlos como debe ser y luego ya muertos avientan los restos al león”. Entré al Zoológico Nacional de Cuba muy intrigado. Vi venados de piedra (no muy gordos), cocodrilos, mandriles, condóres, hienas, jabalíes, niños montando ponys, jaulas vacías, payasos, colas para comprar pizza y árboles extraños antes de dar con la jaula en la que estaba el león: como todo león, era de muy buen porte, majestuoso. Luego busqué al empleado a cargo de el león y me dijo que el mamífero se llamaba “John” y tenía cinco años de edad. Cuando el hombre se acercó a “John”, el felino se avispó y comenzó a ir y venir en la esquina de su jaula para deleite de algunas familias cubanas que observaban su melena colosal y su cuerpo perfecto. – ¿Le da de comer perros callejeros al león?- pregunté al trabajador del zoológico. – Eso no es cierto. El león come carne de caballo y vísceras de vaca. Lo otro que dicen son leyendas. Miré un rato a “John” y no me dio la impresión de que fuera la bestia que de día alumbraba al Zoológico Nacional de Cuba y de noche, sin moverse de su jaula, devoraba a los perros vagabundos de esta animada isla comunista.
(DIEGO ENRIQUE OSORNO / @diegoeosorno)