Cualquiera es capaz de ridiculizar al optimista, esa persona alegrona que lo etiqueta a uno en postales navideñas y conserva la sonrisita aunque se le acabe de reventar una úlcera en el duodeno. Menos simple es ver el lado risible de su Némesis, el pesimista, porque en general parece más sensato. Pero generalizar equivale a ser impreciso y el pesimismo, me temo, tampoco es sinónimo de lucidez.
Mi amigo Juanelo, por ejemplo, es del tipo pesimista-delirante. Hace unos días se quejaba con amargura por la extinción de los toros bravos, de la cual le había informado un meme visto en Facebook. Cuando quedó evidenciado su error pasó a molestarse con el toreo, porque cree que terminará por provocar la dichosa extinción (pasa al revés: los toros bravos no están en peligro porque los malos del cuento se dedican a criarlos; el problema con ellos es otro: que los torturan y matan porque sí). Es duro discutir con Juanelo porque uno trata de estar de acuerdo con él (pocas cosas me parecen tan absurdas como la “fiesta brava”, así que en este debate estaría, teóricamente, de su lado) pero él no se deja. Tiene que ser más pesimista, más implacable, más radical (la única palabra positiva en su argot es, justamente, “radical”). Si alguien le dice “tienes razón”, Juanelo brinca: “Creo que no me estás entendiendo”. Uno afirma: “Sí, deberían prohibir el toreo”, y él se va de boca: “No basta. Hay que volar las plazas y clavar las cabezas de los toreros en los postes de luz”. El acuerdo se termina al instante.
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Juanelo abarca en su odio toda la experiencia humana. Niega, por ejemplo, la llegada de los gringos a la Luna pero va más allá: cree que los de la NASA mataron a los verdaderos astronautas y a cinco perros y un chango en la pantomima del viaje espacial. No se diga si la charla llega al tema del cine pop, como Star Wars. Uno intenta estar de acuerdo en su denuncia del entretenimiento industrializado pero Juanelo no se conforma: quiere campos de concentración en los que niños y adultos “infectados” sean puestos a observar películas rusas o chinas hasta que les sangren los ojos.
Contra lo que pudiera pensarse, mi amigo ha tenido cierto éxito en las relaciones humanas. Le he conocido varias parejas. La más reciente era una chica simpática y risueña que, al parecer, lo quería de verdad. Eso activó sus alarmas anticonvencionales: la maltrató, la confrontó, la acusó de pretender aburguesarlo y de venderse a las trasnacionales hasta que de plano lo mandaron al queso. Se arrepintió después pero ya era tarde. “Deberías disculparte”, le dije cuando me confesó sus remordimientos. Pero el viejo Juanelo no había muerto. “No: debería tirarme de un edificio”, respondió.
Espero que no sea tan radical como para cumplirlo.