El actor Philip Seymour Hoffman y Aaron Sorkin, creador de The West Wing, tenían dos cosas en común: eran padres de niños que los levantaban al amanecer, y adictos en recuperación. En un receso en el rodaje de Charly Wilson’s War, tuvieron una conversación íntima.
“Sí, yo solía hacer lo mismo”, le contó Sorkin. Dijo que se sentía con suerte porque estaba apanicado y no era capaz de manipular agujas para inyectarse heroína. Hoffman le aconsejó que se mantuviera: “si alguno de los dos muere de una sobredosis, tal vez no morirán 10 personas al borde de morir”.
En un texto que escribió tras la muerte de Hoffman por consumo de heroína, Sorkin dijo que esas conversaciones tipo AA no eran inusuales: “Gente como nosotros es la única a la que esas historias de demencia no suenan demenciales”.
Sorkin llamó a las cosas como son y no como los eufemismos oficiales suelen hacerlo: “Philip Seymour Hoffman, hombre amable y decente, actor magnífico, no murió por una sobredosis de heroína: murió por causa de la heroína. Deberíamos dejar de sugerir que si se hubiera inyectado la dosis adecuada, todo hubiera estado bien”.
Hoffman era padre de tres hijos y el más talentoso de una generación de actores. Lo deseable, pese a todo, es que su muerte triste y dolorosa sirva para salvar 10, 50 o 1000 vidas, gente con historias de demencia que suenan demenciales.
Pero ¿qué nos deparan las cosas que no parecen demenciales? ¿Qué nos salva de la estupidez a la que nos hemos habituado? ¿De los gobiernos timoratos que no se atreven a proponer nuevas formas de combatirlo y de los gobiernos y sociedades hipócritas y consumidoras que voltean la cara cuando el país de junto se incendia? ¿Qué nos salva de la demencia en las alturas?
En agosto pasado el debate sobre la despenalización de la mariguana en el DF estaba en marcha y parecía que se abría un camino a regular el consumo.
El tema, parecía, se había convertido en un asunto de interés político. Miguel Mancera había dicho que la ciudad no tenía miedo a legalizar las drogas, una iniciativa debatida en la Asamblea Legislativa. El gobierno de Enrique Peña Nieto no se pronunció en contra.
Parecía que finalmente el gobierno mexicano, con el gobierno y el congreso de la ciudad como punta, caminaba en sentido opuesto a la guerra impuesta por Estados Unidos en la era Nixon, una guerra adoptada por todos los gobiernos priístas y por el panista Felipe Calderón, que lanzó la guerra de guerras contra los cárteles.
Parecía que se abría un camino para tratar el tema como un problema de salud, para regular las drogas y concentrar los esfuerzos en políticas de control de riesgos –si bebes no te inyectes heroína, si consumes cocaína utiliza solo un conducto nasal– y replantear el uso de la fuerza. Parecía que se abría un camino a reducir al menos un poco la violencia.
Parecía, pero no.
“La iniciativa de la Asamblea Legislativa intentó incluir la opinión de todo mundo, en lugar de optar por un camino para cruzar un bosque”, me dijo ayer Hernández Tinajero. “Pretendió quedar bien con todos y ahora no queda claro qué quieren hacer”.
El gobierno de Peña Nieto sólo alzó un muro de pura retórica respecto del gobierno anterior (la finta de correr a la DEA) y sigue cooperando con Estados Unidos, con nuevas reglas. Observa los toros desde la barrera, con la plaza incendiada (y el sonido bloqueado) en vez de liderar una nueva política anti drogas en América Latina.
Obama vive sus peores días sin atreverse, y Peña sonríe en una cumbre de presidentes mientras miles siguen muriendo en México (muertes silenciadas) a causa de la guerra contra las drogas, y en Estados Unidos se preguntan:
¿Quién será el siguiente Philip Seymour Hoffman?
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(Wilbert Torre)