“Cayó Herrera”, pensé con solemnidad, como testigo del derrumbe de un dictador, no de un entrenador, y medité sobre el instante justo, la centésima de segundo precisa, el lapso infinitesimal en que El Piojo descubre a Martinoli en el aeropuerto de Filadelfia y se dice “me lo voy a madrear”. Ese chispazo mental en que decide asestar el trancazo es un misterio de nuestra especie activado por conexiones neurológicas insondables, síntesis prodigiosa de la imprevisible naturaleza humana, un tesoro cerebral que jamás develará el más avezado cónclave de neurólogos.
¿Qué sucede en la cabeza de un hombre que, tras embolsarse con el Tri 130 millones de pesos, ganar 2.7 millones de dólares al año, con otra Copa Mundial a la vista, fama y poder, opta por mandar a la mierda todo-todo-todo eso en un soplo? ¿Herrera atacó por impulso, como la hiena que envalentonada por la manada (sus jugadores) descubre al búfalo y de inmediato lo embiste? ¿O acaso preparó el ataque cual escrupuloso terrorista?
En vista de que el único efecto “positivo” de su acto era que Martinoli dijera: “Uy, como Miguel me golpea cerraré mi boca” y eso era imposible, me pregunto fascinado por qué El Piojo resolvió ir tan ufano a la muerte. Quien se suicida debe tener sus razones.
Torneo 1989-1990, Estadio Azulgrana. La Volpe alinea en la ofensiva del Atlante a un calamitoso delantero rubio: falla goles industrialmente, reclama histérico, reparte leñazos y, de pronto, por una falta cualquiera se retuerce como aplastado por un meteorito. Mi papá se levanta, grita: “¡Se nos muere el crack!” y en la porra nos reímos. Miguel era eso, más o menos: arrebatado, ardoroso y carismático, nos divertía más como actor de carpa que como futbolista.
Pero pasó el tiempo, dejó la delantera y se volvió un digno defensa de Selección.
En 1998, el entonces zaguero del Toros Neza aceptó verme en la cancha de su niñez en la colonia Álamos para que le hiciera un reportaje. Alegre, me dio para el diario Metro una entrevista que anteayer extraje de un armario. Su carácter -el demonio que lo habitaba y que era su enemigo-, en forma de brutal patada al hondureño Dolmo Flores lo había dejado 5 años antes afuera de su gran ilusión, la Copa del Mundo.
“Hay quienes me regañan y me dicen: oye, ya estuvo bien, es hora que cambies un poquito el carácter”, me declaró esa mañana y él mismo se contestó: “Reconocería que mi conducta ha sido incorrecta si la gente me repudiara, pero eso no ha ocurrido”.
Es decir, no era necesario cambiar. 17 años después, su reciente disculpa pública al ser corrido del Seleccionado cierra así: “Regresaré siendo el mismo”. Es decir, no será necesario cambiar.
El Piojo lo perdió todo por ser enemigo de sí mismo y regresará “siendo el mismo”, como un nuevo enemigo de sí mismo pese a que “siendo el mismo” vuelva a perderlo todo.
Maravillas impenetrables de la mente.
(Aníbal Santiago)