Nunca me ha simpatizado el Piojo Herrera. Fue un jugador limitado y marrullero en el campo y, fuera de él, un bocón. Como entrenador no ha demostrado tampoco gran talento que digamos. Se le recordará, esencialmente, por comportarse como un rinoceronte en brama en el festejo de los goles de sus muchachos. Hay que reconocerle, eso sí, que en el Mundial de Brasil tuvo un equipo ordenado, que se defendía con criterio y aprovechaba sus oportunidades para anotar. Con todo, terminó en el mismo punto muerto en el que se estaciona cada cuatro años la Selección Mexicana en la copa del mundo: los octavos de final. En ese sentido, su trabajo no fue peor, pero tampoco superior que el de Mejía Barón, Lapuente, Aguirre o Lavolpe. Su paso por el banco tricolor no será, de ningún modo, legendario. Fue otro más.
Su estrella comenzó a declinar con el juego mediocre de la Selección, que fracasó en la Copa América con un equipo B y tuvo una Copa de Oro coronada con el título, sí, pero con un nivel ínfimo y a remolque de errores arbitrales. El colmo fue la agresión al locutor Martinoli, al que Herrera, para su mala fortuna, se topó en la fila del control de seguridad del aeropuerto de Filadelfia y al que se le fue a los trancazos. Martinoli (quien se caracteriza por comentar los partidos con la misma irresponsabilidad que un aficionado de a pie en la sala de su casa) se le atravesó a Herrera por sus críticas. Y el Piojo, a quien no le pasó nada por sus salidas de tono anteriores, incluido el affaire electoral, se sintió autorizado a darle un golpe, acompañado por su no más civilizada hija (orgullosa propietaria del mote de la Pioja), quien la emprendió a bofetadas contra Luis García.
Herrera fue echado el martes. Una víctima de la impunidad pero al revés: creyó que estaría a salvo y, por una vez, topó con pared. Eso sí: se va forrado. Piojo y troglodita, sí, pero millonario.