En la entrega pasada de esta columna, Armando Sobrino definía al desarrollo como “… la posibilidad de que nacer en un lugar no condicione toda tu vida, tus oportunidades de desarrollo, tu proyecto a futuro. Dicho de otra manera, que una niña de la sierra de Puebla pueda tener acceso a la misma educación que un niño en la Ciudad de México”. Este tipo de definiciones las suscribo, pues comprenden al desarrollo como la posibilidad de impulsar la justicia social, el encuentro y las mejoras sustanciales de calidad de vida para todas las personas, sin penosas exclusiones.
Estos objetivos ya son medidos, pero se les dan poca difusión. En cambio, en los análisis de desarrollo se sigue impulsando la idea de que el Producto Interno Bruto (PIB) o el número de empleos lo son todo. Muchos especialistas sostienen que esto es, por lo menos, insuficiente o limitado.
Por años hemos ligado al PIB a las posibilidades de construir desarrollo. Sin embargo, la increíblemente pobre distribución de la riqueza en nuestro país nos obliga a pensar que el PIB ya no es una métrica que necesariamente pueda reconocer un avance para todas las personas. Dicho de otra manera, el que haya más dinero en el país muy pocas ocasiones significa que las condiciones de vida de quienes lo habitamos estén mejorando. El dinero, lo muestra el último informe de Oxfam, queda en muy pocas, poquisímas manos.
Otra métrica clásica para medir el desarrollo del país tiene que ver con la cantidad de empleos creados en los últimos meses, lo cual es parcial e incompleto. En México es legal que una persona tenga un trabajo formal de tiempo completo y que ésta viva en pobreza. Las condiciones precarias del trabajo no nos podrían asegurar que fuentes laborales signifiquen desarrollo. Pueden existir más chambas, pero la pobreza puede subsistir. Podemos tener nuevas fuentes de empleo, pero eso no significa que las condiciones de la clase trabajadora mejoren.
Estas dos formas de medir el desarrollo de un país son incompletas, prosperaron en una concepción lineal donde trabajo y dinero significan bonanza. Pero esta idea no aplica a nuestra realidad actual.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE PEDRO KUMAMOTO: EL OTRO DESARROLLO (2DA PARTE)
Debemos impulsar que los medios, los gobernantes, las personas especializadas en economía nos hablen de otras maneras de cuantificar el bienestar de las personas, particularmente quisiera mencionar dos: El Índice de Desarrollo Humano (IDH) y el Coeficiente de Gini.
¿De qué sirve tener un país lleno de dinero si su población tiene una salud deplorable o un nivel educativo bajo? Desde el punto de vista de Amartya Sen, premio nobel de economía en 1998, el dinero por sí mismo no puede indicar el progreso de un país.
El IDH nace del cisma, de la propuesta de repensar al desarrollo. Este índice mide al desarrollo como la unión de la salud, educación e ingreso de las personas que habitan un país. La cruza de estar tres variables permite una fotografía mucho más nítida de las condiciones de vida que el PIB por sí solo, y aunque esta métrica utiliza datos del PIB, su interpretación en conjunto a la educación y salud nos da más claridad sobre la situación de una nación.
México es un país desigual. Hemos escuchado esa frase hasta el cansancio, sin embargo ¿qué significa realmente? Esencialmente significa que hoy hay una persona en nuestro país que gana al año más que lo que miles de personas juntas. Significa que una persona pesa políticamente más que todas las madres solteras del país. Significa que una persona puede cambiar el rumbo de las instituciones de México, no así las y los jóvenes, las personas de la tercera o quienes no tienen una chamba.
Por eso, la desigualdad debe ser medida para poco a poco ser abatida. Se trata de aspirar a un país en donde las personas pesen lo mismo y se respete la dignidad de cada una. Por eso debemos estar cada vez más atentos al Coeficiente de Gini, para que México se construya para todas las personas, no sólo para una élite.