El primer artículo de nuestra Constitución plantea claramente que en México las personas somos iguales ante la ley. Que nadie, absolutamente nadie, tiene más o menos derechos. Nuestras autoridades nos dicen que somos importantes en la misma medida para el desarrollo del país, que esto se construye entre todas las personas y que nadie debe quedar atrás. Crecí bajo este concepto en casa, en la escuela me dijeron que esto era lo normal y en el día a día mis amistades me lo reafirmaban. Pero, lamentablemente, debemos reconocer que estas ideas no se materializan en los hechos.
Basta recordar que en México hay cuatro personas que tienen la misma cantidad de recursos económicos que lo que se genera en 9% del producto interno bruto o, en otras palabras, “se trata de un tercio del ingreso acumulado por casi 20 millones de ciudadanos de nuestro país”, según señala la publicación Desigualdad extrema en México, concentración del poder económico y político, de Gerardo Esquivel y publicada por Oxfam México.
Estas cifras deberían escandalizarnos como sociedad. Hay quien minimiza el tema y trata de llevarlo a un terreno de “esfuerzo” o de “talento”. Hay quien cree que estas fortunas se amasan simplemente por “visión”. Incluso, hay quien llega a sostener la ramplona mentira que enuncia que “el pobre es pobre porque quiere”.
Estos dichos son a todas luces perniciosos, pues levantan prejuicios y construyen posibilidades de desarrollo en el terreno teórico en lugares donde realmente no existen los horizontes. De entrada, la “elección de la pobreza” es un mito peligroso que trata de trivializar el sufrimiento cotidiano y supone ridiculeces que declaran que a 53.3 millones de personas les atrae, por alguna razón desconocida, el pasar por inclemencias cotidianas.
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Por otro lado, no podemos ver a la desigualdad como un problema privado, de envidia o de miras cortas, sino como una crisis política real. Pues no se trata exclusivamente de distancias económicas entre dos personas, sino que dicha desigualdad se termina por cristalizar en disparidades en el acceso a las instituciones.
En un país donde la clase política goza de plena impunidad, trafica sus influencias y brinda favores a sus amigos ¿quién podría argumentar que las empresas mineras, telefónicas o bancarias de estas cuatro personas no han recibido de la clase política privilegios fiscales, las facilidades criminales, perdones, e impunidad hacia sus empresas y los atropellos que han generado? ¿Quién podría pensar que se les brindarán las mismas circunstancias para competir con empresas más pequeñas, sin cercanías o influencias políticas?
En suma, la desigualdad genera obstáculos para el crecimiento de México, para el combate a la pobreza y para impulsar un país más igualitario. Identificar este problema y sus enormes retos significa entrar a los debates que propone Gerardo Esquivel para disminuir la brecha de la desigualdad con tópicos como: creación y refinamiento de los impuestos (pensados para gravar más a los superricos), modificar la política salarial y laboral, impulsar un Estado Social e impulsar la transparencia y rendición de cuentas por parte de la clase política. Debatir seriamente todos estos tópicos serán la condición mínima para poder pensar en un futuro para todas las personas.