En el ombligo de mi adolescencia asistí regularmente por seis meses a su escuela. Todo allá adentro parecía tomar más tiempo que afuera. Tiempo para presentarse o despedirse, tiempo para entender las dinámicas, tiempo para aprender los nombres, tiempo para esperarlas entre pasillos oscuros, tiempo para no tropezar. Ahí, por primera vez, alguien tomó mi rostro para reconocerme.
El famoso monumento de Las Águilas fue el testigo de cada visita que hicimos mis compañeros y yo a la Escuela para niñas ciegas. Ellas, recorriendo los relieves de mi cara, escuchando mis historias y haciendo tareas cotidianas, me conocieron. Ellas, hablando de sus familias, de la música que disfrutaban y de sus anhelos, me dejaron conocerlas.
Después de un tiempo de ir a su escuela, empecé a notar lo difícil que era la ciudad para ellas. Supe que no sólo se aprendían los relieves de la cara, sino también los de las banquetas, avenidas y parques. Se jugaban, literalmente, la vida con la memoria, el tacto y el oído.
Ahí se rompió algo para mí. Ellas no necesitaban ayuda. Ellas tenían todas las habilidades para poder construir una vida, desarrollar una carrera, realizarse. Sin embargo, la ciudad y sus habitantes nos habíamos decidido a construir un ambiente hostil para toda persona con una silla de ruedas, bastón, dificultades para caminar o, en este caso, para quien no pudiera ver los cruces y las avenidas. Ellas tendrían futuro, pero no podría asegurar lo mismo de nuestra ciudad, la cual demostraba lo peor de quienes la habitábamos: un profundo desprecio para quienes tenían otra manera de vivir el día a día.
Cuando empecé a andar en bici pasó algo similar. Los primeros días todo era emocionante, todo era nuevo, la ciudad que creía conocer se veía distinta desde la bicicleta. Con los días, aprendí que mi Guadalajara también tenía vicios desconocidos.
Los baches que antes me parecían molestos se convirtieron en trampas mortales, motivos de caídas, ponchaduras o, por lo menos, severos golpes en la entrepierna. Los ataques sonoros del claxon dejaron de ser sólo un chillido innecesario y se convirtieron en un arma de desorientación letal. Los coches que se pasan los altos, los camiones que rebasan con centímetros de distancia, las motos que no respetaban los límites de velocidad, todos ellos dejaron de ser turbaciones y pasaron a ser peligros para la vida de quienes osábamos usar la calle sin un motor de por medio.
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Después caí en cuenta de otras exclusiones e injusticias cotidianas. Calles que recriminan a quien se viste con un poco más de colores o un poco menos de tela. Banquetas que son reclamadas para los autos sobre el derecho de las carriolas o abuelos. Piropos e insultos para quienes nos parezcan atractivas. Señalética que excluye a las docenas de lenguas que se hablan en este país y que no son el español.
Nuestra torre de Babel de indiferencias llega hasta el cielo. La obra maestra de las discriminaciones se encuentra hoy en nuestras ciudades. Las hemos construido en buena medida enalteciendo ideas como: quien tiene dinero merece todo, quien es diferente debe ser dejado atrás y quien piense distinto debe ser ignorado.
A veces es importante hacer un alto y reconocer que hemos fallado. Lamer heridas, romper el silencio y darnos cuenta que, como ciudad, podemos aspirar a algo distinto. Que esto tiene compostura (ver la columna La ciudad de la dicha).
Sirva este espacio para darnos tiempo, para aprender a caminar juntos. Sirva este espacio para dar tiempo para construir otra ciudad que la hagas tú, para ti y para nosotras, ustedes, ellos y todos los pronombres en la lista. Una ciudad que, en estos tiempos, sea rebelde, que demuestre que no todo está en venta y que la dignidad de nuestra gente es lo más importante. La ciudad viva que abrace, todo el tiempo que sea necesario, a todas las personas por igual.
Por eso, estas ciudades necesitan de nuestro tiempo, para que refleje lo que somos, un archipiélago unido por el amor y el encuentro.