Escribió Oliverio Girondo un libro titulado 20 poemas para ser leídos en el tranvía. Le envidio el título por lo que implica: se trata de la lírica de un tiempo anterior a Tele Urban, el fastidioso ‘canal’ (es un exceso darle ese nombre) que aturde en los metrobuses impidiendo que el pasajero escuche sus propios pensamientos, no digamos ya que se concentre en la lectura de una veintena de poemas laxamente vanguardistas.
Para los que, como yo, carecemos del temple para manejar un coche y hemos sido, desde siempre, usuarios de los múltiples medios de transporte público en esta ciudad excesiva (combis, peseros, troles, Metro, Tren Ligero, taxis colectivos, autobuses, metrobuses), el viaje puede ser uno de los pocos momentos de exploración autoanalítica del día. El bamboleo del transporte adormece, la conversación ajena dispara referencias al pasado propio o azuza la imaginación para suponer personajes complejos detrás de cada gesto de los que comparten el vagón. Idealmente, uno debería aprovechar el trayecto al trabajo como pausa penúltima de la mañana, antes de verse sumido en una espiral de humillación y chata ordinariez que no se detendrá hasta por ahí de las 6 de la tarde. Pero los vehículos públicos y populares del DF no permiten desplantes tan sublimes como los de la literatura.
Envidia me da también ese poema de Machado sobre el más idealizado de los medios de transporte, “El tren”: “Luego, el tren, al caminar/ siempre nos hace soñar;/ y casi, casi olvidamos/ el jamelgo que montamos”. Casi olvidarse del transporte para caer en la ensoñación es una especie de utopía personal a la que —me he resignado— nunca llegaré sino por la vía tramposa de subirme borracho al Metro, saliendo de algún concierto.
Aunque todavía el Metro permite, en ciertos horarios, un poco de recogimiento. En cambio mi transporte habitual, el Metrobús de Insurgentes, es pura supresión del individuo —por ponerlo en términos solemnes—. Reducidos a consumidores de un contenido chafa, insultante, subnormal y sesgado, los pasajeros no tenemos de otra que tolerar el remedo de televisión que cuelga a pocos centímetros de nuestras jetas: Tele Urban.
No sé dónde leí que el poeta Gerardo Deniz (seudónimo de Juan Almela) aprendió el idioma turco en el tranvía que tomaba diariamente para ir a trabajar al Fondo de Cultura Económica, por los rumbos del Ajusco. Si ya entonces debió requerir una importante dosis de abstracción el ejercicio, hoy, en el Metrobús de Insurgentes, resultaría simplemente imposible. Yo mismo, sospecho, no sería capaz de aprender turco ni viviendo en las pequeñas islas que pespuntean el Bósforo, pero hay gente más ducha: ¿de cuántos políglotas y eruditos no se estará perdiendo la cultura mexicana porque es imposible leer a gusto en los metrobuses? (Al menos de seis, yo diría, por puro afán especulativo).
Habría que explicarle a la canalla que decreta y firma, distraída, los designios de la urbe: calidad de vida no sólo es llegar más rápido, sino también que en el camino sea factible aprender alguna lengua uralo-altaica, o de perdida leer un poema por parada.