En los años 80 por primera vez me llamó la atención la sucesión presidencial: en la portada de La Prensa, el diario donde trabajaba mi papá, apareció un colage con los rostros fragmentados de varios hombres, acompañado por una pregunta: ¿Quién es el tapado?
El misterio del Frankestein fotográfico se resolvió unas semanas después, cuando se volvió familiar el semblante de un hombre de rostro angular y aire de artista: Miguel de la Madrid Hurtado.
Una noche le pregunté a mi papá y a sus amigos irreverentes de la sección policiaca quién era el presidente que sería sucedido por el hombre cuya fotografía se reproducía por todos lados.
“López Portillo, que lloró como un perro lo que no defendió con dignidad”, respondió mi padre. Uno de sus amigos, un gordito de bigote fino, añadió: “López el pillo, que hizo secretaria de Estado a una novia y regresaba del extranjero con el avión repleto de motocicletas y contrabando para su gabinete y los periodistas que lo acompañaban”.
No entendí muy bien de lo que hablaban. Unos años después acompañé a mi padre a una entrevista en Mérida con Pablo Emilio Madero, candidato del PAN, en una sala pequeñita como un confesionario donde nos recibieron con galletas y refrescos.
Unas semanas después, lo acompañé a otra conferencia con el candidato del PRI, Carlos Salinas, en un hotel cinco estrellas donde los políticos y los periodistas que lo acompañaban recibían trato de reyes: El gobernador Víctor Cervera ordenó llevar charolas atestadas de carne de venado y cajas de vino para agasajarlos.
Entonces comencé a entender.
Como reportero de El Universal, descubrí los dos mundos en los que se divide el país: en Guatemala y Chiapas escribí crónicas de migrantes que me parecieron los hombres y mujeres más pobres que había visto nunca, y acompañé a Carlos Salinas a viajes por Brasil, Chile, Bolivia y Argentina en el avión presidencial, una mansión en el aire repleta de políticos y empresarios donde se servían los vinos más caros y platillos sofisticados.
En esos años comencé a involucrarme a fondo en la política mexicana, un castillo con habitantes que viven en una atmósfera de ensoñación muy distinta al mundo exterior.
Alrededor del castillo se acumulaban historias y rumores: el avión presidencial solía volar los fines de semana, cargado de invitados que asistían a fiestas de amigos del presidente, como en una de las bodas de Gustavo Carvajal, un diputado que había presidido el PRI.
Con Zedillo, los salones de Los Pinos se convirtieron en salas de cine que daban cabida a adolescentes ruidosos, amigos de sus hijos. Llegó Fox, Martha Sahagún se casó con el presidente y acumuló un vestuario que hubiera envidiado Imelda Marcos, la esposa del presidente filipino que llegó a tener una colección de mil pares de zapatos.
Con Peña Nieto los excesos de la política no han terminado. En Miami coincidí en julio del año pasado con La Gaviota, sus hijos y los hijos de presidente en el Club Soho, donde habrían pagado membresías y cuentas en hotel, bares y restaurantes por más de 9 mil dólares.
El domingo, Ernesto Núñez publicó en Reforma un reportaje revelador: nuestros senadores han gastado 31 millones de pesos en boletos de avión, en viajes en los que reciben gastos personales por 500 dólares al día.
Se trata de una conducta que trasciende partidos y sexenios: en el reino de la política se hace -se gasta, se derrocha, se abusa como norma-, y nunca pasa nada.
(Wilbert Torre / @WilbertTorre)